Pov. Rider
Nunca he entendido muy bien la emoción que la gente siente viendo patinaje artístico. Hasta hoy.
El aire en el estadio de hielo está helado, pero yo estoy ardiendo por dentro. De emoción. De nervios. De ganas de verla. Estoy en las gradas, entre la multitud, pero mis ojos no se mueven de la pista vacía. Mis manos están sudorosas dentro de los bolsillos de mi chaqueta, y el pequeño oso de peluche que sostengo bajo el brazo izquierdo lleva una camiseta blanca diminuta con letras azules bordadas: Sydney.
Nunca había comprado un peluche con tanto cuidado.
Los parlantes anuncian su nombre y el rugido de los aplausos me hace sonreír. Ella aparece al borde de la pista con ese brillo característico en la mirada, su cuerpo envuelto en un vestido azul hielo que la hace parecer una constelación en movimiento. La música comienza. Y el mundo, al menos para mí, se detiene.
Se desliza con una elegancia que no puedo explicar. Cada giro, cada salto, es tan perfecto que me hace olvidar que alguna vez la vi usando lentes de sol por resaca o criticando el jugo de la cafetería. Esta versión de Sydney... es una obra de arte. Mi novia. La chica que me empujó a ser mejor sin siquiera intentarlo.
Cuando salta, mi respiración se detiene.
Cuando aterriza con gracia, siento que mi pecho se infla de orgullo.
No sé nada de patinaje. Pero sé que está ganando.
La música llega a su clímax, y ella hace su última pirueta con una sonrisa que me atraviesa como un disparo suave y feliz. Termina la rutina con los brazos abiertos, jadeando suavemente, y yo me pongo de pie aplaudiendo con fuerza.
—¡Eso, Syd! —grito como idiota. No me importa si me escuchan o no.
Los jueces se toman su tiempo, pero cuando los resultados aparecen en la pantalla y veo su nombre en primer lugar, siento que podría atravesar el techo del estadio de un salto.
No me toma ni treinta segundos llegar hasta donde están los pasillos de salida. Estoy esperando con el oso escondido a mi espalda cuando ella aparece, rodeada por su entrenadora, sus compañeras, algunos fotógrafos y flashes. Pero sus ojos me encuentran. Siempre me encuentran.
Camina hacia mí como si todo lo demás desapareciera. Su maquillaje está intacto, pero sus mejillas están sonrojadas por el esfuerzo. Su sonrisa... su sonrisa podría matar.
—¿Viste eso? —me dice sin preámbulo.
—Vi todo —respondo con una media sonrisa—. No sabía que estaba saliendo con la campeona del universo.
Ella se ríe y yo le muestro el peluche. Es blanco, suave, y la camiseta con su nombre lo hace único.
—Pensé que el otro necesitaba un hermano. Uno con tu nombre, porque es oficialmente el fan número uno de Sydney ahora.
Ella lo toma entre sus manos como si fuera un trofeo.
—Rider... —murmura, mirando la camiseta del oso y luego a mí. Sus ojos brillan más que las luces de la pista.
—Estoy tan jodidamente orgulloso de ti —le digo, sin esconderlo.
Sus brazos me rodean antes de que termine la frase. Es un abrazo que no se trata solo de ternura, sino de agradecimiento, de promesas que no se dicen pero se sienten.
—Gracias por venir —susurra contra mi cuello—. Y por el oso. Y por mirar como si nunca hubieras visto algo mejor.
—Porque nunca lo he hecho —le respondo.
Nos separamos solo lo justo para que me mire de frente. Siento sus dedos fríos en mi mejilla y los míos van a su cintura, como si necesitaran recordarle que estoy aquí, que es real.
—Entonces déjame hacer esto —dice ella.
Y me besa.
No es un beso escandaloso ni un grito a la multitud. Es suave, profundo y perfecto. Como todo lo que hace ella. Como todo lo que se ha vuelto entre nosotros. Cuando se separa, su nariz roza la mía y susurra:
—Ahora el oso y tú son oficialmente mis amuletos de buena suerte.
—¿Quieres que me ponga una camiseta con tu nombre también?
Ella se ríe, pero sé que si se lo pido en un partido, lo haría sin dudar. Así es ella. Así somos nosotros.
Y mientras la multitud sigue zumbando alrededor, mientras su entrenadora la llama de nuevo para fotos y entrevistas, yo me quedo ahí con el corazón latiendo más fuerte que nunca.
Porque verla brillar me hace sentir más afortunado que cualquier victoria.
***
El sol se oculta mientras camino por la acera, con las manos en los bolsillos y una bolsa con palomitas y dulces colgando de mi muñeca. Mi respiración se vuelve más ligera cuando veo la casa de Sydney al final de la calle. Es raro lo que me hace sentir: nervios, emoción, ese cosquilleo en el estómago como antes de un gran partido. Pero es distinto, porque no hay presión, no hay hielo bajo mis pies, sólo ella. Y su risa, que ya puedo imaginar resonando desde su sala.
Toco el timbre, aunque ella ya había dicho que la puerta estaría abierta. Cuando entro, el olor a vainilla y algo dulzón me golpea. Y allí está, sentada en el sofá, con una cobija sobre las piernas y un control remoto en la mano.
Editado: 05.09.2025