Una idea equivocada

Capítulo 15

El hielo se extiende frente a mí como una página en blanco. Mi reflejo, delgado y vestido de negro, parpadea bajo la intensidad de las luces. El traje se ajusta a mi cuerpo como una segunda piel, decorado apenas con cristales diminutos que centellean como estrellas. Siento la música vibrando bajo mis patines antes de que empiece. Respiro profundo. Mis manos tiemblan. Mis piernas también... hasta que escucho mi nombre. Entonces ya no hay lugar para el miedo. Solo queda la pista.

Deslizo el primer paso. La melodía comienza.

En el instante en que me impulso hacia el primer giro, el mundo desaparece. No existe el público. No existe la competencia. Solo existe el aire rozando mi rostro, el latido de mi corazón marcando el ritmo de cada salto. El traje negro me envuelve como si fuera parte del hielo. Mis movimientos fluyen con más suavidad de lo que recuerdo en los entrenamientos. Hoy, algo dentro de mí se libera. Bailo como si no tuviera nada que demostrar y, al mismo tiempo, todo que entregar.

Cuando aterrizo el último salto, escucho a la multitud contener el aliento. Cierro los ojos al caer en la pose final. Mi respiración se mezcla con el silencio... y entonces, llega el estallido.

Aplausos. Silbidos. Gritos. Incluso desde la pista puedo sentir la ovación atravesándome. Abro los ojos y miro a las gradas. Lo veo de inmediato.

Rider está de pie.

Aplaude con una sonrisa tan orgullosa que me da vértigo. Viste su chaqueta del equipo de hockey, pero es su expresión la que me derrite más que cualquier calor artificial. Me lanza un beso con la mano. Yo bajo la mirada, sonriendo. El jurado aún no anuncia los resultados, pero dentro de mí, ya gané.

Minutos después, estoy de vuelta fuera del hielo, todavía con el traje puesto, las mejillas encendidas por el esfuerzo y la emoción. Me abro paso entre abrazos y flores, hasta que lo veo acercarse con algo escondido a la espalda.

—¿Otra vez tú con tus sorpresas? —bromeo, cruzándome de brazos, aún jadeando.

—No podía perderme esto —dice él, y entonces lo saca.

Un nuevo oso de peluche.

Mi risa escapa antes de que pueda contenerla. Es el cuarto. Este es más pequeño que los anteriores, pero lo que lo hace especial es su vestimenta: lleva un diminuto traje azul, idéntico al que usé en mi primera competencia universitaria, esa que me dio tanta inseguridad. En una de sus orejas, un pequeño lazo de raso celeste. En el pecho, cosido con hilo dorado: Sydney.

—Te juro que ya no caben más en mi repisa —le digo, emocionada.

—Pues vas a tener que hacer espacio —responde, encogiéndose de hombros—. Porque pienso llenarte la vida de osos, medallas y besos... si me dejas.

—Eso suena como una amenaza —le respondo, mientras agarro el osito con cuidado—. ¿Y si algún día pierdo?

—Entonces te daré dos osos.

Le sonrío. Él me sonríe. La multitud sigue agitada, pero en este instante, solo lo escucho a él.

—Fuiste brillante, Syd —susurra—. No he visto nada igual.

Y yo, sin pensar demasiado, me estiro en puntas para besarlo. No por el oso, ni por las palabras bonitas. Lo beso porque hoy, con él mirándome así, con mi nombre bordado en un peluche ridículo y perfecto, me siento completamente feliz.

***

Entrar al comedor universitario nunca se ha sentido tan... distinto. No hay música ni luces como en la pista, pero por alguna razón todo brilla. Tal vez soy yo. O tal vez es la forma en que los rostros se giran hacia mí cuando cruzo la puerta, como si ya supieran.

—¡Sydney! —grita alguien desde una mesa.

Parpadeo, sorprendida. Max me agita la mano con tanto entusiasmo que casi tira su bandeja. Julie me lanza un guiño. Kam se pone de pie y empieza a aplaudir. Solo falta una ovación con pompones.

Al principio no sé cómo reaccionar. Estoy más acostumbrada a los elogios dentro de una pista de hielo, no en medio del bullicio de las charlas universitarias, con chicos mascando pizza y risas resonando por los rincones. Pero mis pasos me llevan a ellos como si no hubiera otra dirección posible. Y en cuanto me siento, sé que este es el lugar.

—Eres oficialmente una celebridad —dice Max, empujando su cuaderno lleno de bocetos para dejarme espacio en la mesa—. Incluso la profesora Hamilton te felicitó en clase. Eso nunca pasa. Nunca.

—¿Te das cuenta de que tu video patinando con Rider tiene más reproducciones que cualquier publicación del equipo de hockey? —añade Julie, enseñándome su celular como prueba—. Esto es historia, Syd.

Me río, avergonzada, mientras escondo el rostro entre mis manos. Siento mis mejillas arder, pero no me molesta. En realidad, me encanta. Porque esta vez la atención no tiene que ver con cómo me visto, o con quién salgo. Es por lo que amo. Por lo que trabajo.

Kam me empuja suavemente el brazo y me deja una cajita encima de la bandeja.

—Es una pulsera. Por tu victoria. De parte de los tres —dice, sonriendo con los ojos chispeantes.

La abro y encuentro una cadenita delicada con un pequeño dije en forma de patín. Siento que algo se aprieta en mi pecho.

—Gracias —murmuro—. De verdad.




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