Una idea equivocada

Epílogo

No tengo ganas de hacer nada.

Ni siquiera de quejarme.

El vendaje en mi tobillo late con cada hora que pasa, recordándome que estoy fuera del hielo, fuera de mi rutina, fuera de lo que soy. Patinar no es solo un deporte para mí. Es aire. Es libertad. Y ahora, atrapada en casa, sin poder apoyar el pie derecho, me siento como si me hubieran cortado las alas.

El timbre suena y no me muevo. Solo grito un:

—¡Está abierto!

La puerta se abre suavemente y escucho sus pasos, inconfundibles. Rider tiene una forma particular de caminar. No es torpe, pero sí... pesada. Segura. Fuerte.

—¿Tienes hambre o te resignaste a convertirte en planta? —bromea desde la entrada.

Me encojo de hombros, aún en el sofá. No tengo energías ni para responder. Siento el vendaje como un recordatorio constante de lo que no puedo hacer.

Rider entra a la sala cargando una bolsa de papel. La deja sobre la mesa baja y saca dos vasitos de helado.

—Chocolate —dice, levantando uno—. Y no cualquier chocolate. Del bueno, del cremoso.

No sonrío. Ni siquiera finjo entusiasmo. Solo me siento más culpable.

Él se sienta junto a mí sin decir nada más. Abre uno de los vasitos, saca una cuchara de plástico y me ofrece la primera cucharada. Abro la boca sin mirarlo directamente. El sabor dulce se derrite en mi lengua, pero no hace que me sienta mejor. Solo más vacía.

—Hoy te toca elegir película —dice.

—¿Seguro que no quieres ver hockey? —murmuro.

—No si no estás riéndote de los peinados de Adam Sandler —responde con una sonrisa leve, como si intentara sacarme una.

Pero no lo consigue. Solo bajo la mirada y me encojo un poco. Me siento inútil. Y él lo nota.

Aún así, pone Una esposa de mentira, como siempre. Dice que es mi favorita. Pero ni siquiera las escenas absurdas con Jennifer Aniston me sacan una sonrisa. Me quedo sentada en silencio, con el helado a medio terminar y la cabeza llena de pensamientos que no quiero compartir.

Después de un rato, dejo el vaso en la mesa, me giro y apoyo la cabeza en su regazo. Me duele el cuerpo, pero más me duele el alma. Estoy frustrada, decepcionada... agotada.

—Lo siento —murmuro.

Rider no responde enseguida. En lugar de eso, sus dedos encuentran mi cabello. Empieza a acariciarlo con una lentitud que me arrulla. Pasa sus uñas por el cuero cabelludo con delicadeza, una y otra vez.

—¿Por qué te disculpas? —pregunta, sin dejar de mover la mano.

—Por no ser yo misma hoy. Por no reírme. Por no darte ni una sola sonrisa.

—Tienes derecho a tener días así —responde con suavidad—. No eres menos tú por estar herida, Syd.

Cierro los ojos. Su voz me envuelve como una manta. Calidez entre tanto frío interno. Y sus dedos, constantes, suaves, tranquilizadores... me ayudan a respirar más lento.

—Te amo incluso cuando no ríes —susurra.

Mi corazón se encoge. Quiero decirle que yo también. Que lo amo incluso cuando todo me duele. Pero no tengo fuerzas.

Así que solo me quedo allí, en silencio, acurrucada sobre su regazo, mientras las luces del televisor bailan en la habitación.

Y me quedo dormida.

Con su mano aún en mi cabello.

Con el sabor del chocolate en la lengua.

Con la certeza de que no importa lo roto que me sienta, él está ahí.

Siempre está ahí.

***

No es la primera vez que me quedo en casa, pero esta vez... duele más.

Mi habitación está en silencio. Solo se escucha el zumbido suave del ventilador y, de fondo, alguna película que dejé reproduciendo en automático para sentir que el mundo sigue girando. Pero no me sirve. Porque no me siento parte de ese mundo en movimiento.

Estoy sentada en la cama, pierna estirada, el vendaje en el tobillo todavía firme. La sensación de inmovilidad se ha vuelto más mental que física. No patino. No entreno. No voy a la universidad. No hago nada más que... existir.

Y eso me agota.

El teléfono vibra sobre mi almohada. Es una videollamada de Kam y Julie. Aún no la contesto y ya puedo imaginar sus rostros iluminados, animados, como si pretendieran que todo está bien.

Respondo.

Kam aparece primero, la cámara algo temblorosa y mal encuadrada, pero con una sonrisa de oreja a oreja. Julie le arrebata el teléfono.

—¡Sydney, estamos aquí! —exclama Julie, girando la cámara hacia la pista de hockey—. ¡Mira!

La imagen se estabiliza por un segundo. Lo suficiente para ver a los chicos en el hielo, patinando con energía. Las luces del lugar rebotan sobre el uniforme oscuro y dorado de Rider, que se distingue con facilidad.

Mi corazón da un pequeño salto.

Él está ahí. Dándolo todo. Preparándose para su último partido decisivo. Y yo no estoy.




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