𝗟𝗮 𝗽𝗿𝗼𝗳𝘂𝗻𝗱𝗮 𝘀𝗶𝗲𝘀𝘁𝗮 𝗱𝗲 𝘂𝗻 𝗮𝗹𝗺𝗮
En un bosque desconocido y oculto entre la espesura, se encontraba una cueva grande y rocosa. A su alrededor había símbolos raros, tallados en las piedras como si alguien, o algo, quisiera dejar un mensaje olvidado. Al final de la cueva, una niña dormía profundamente. Un agujero en el techo permitía que la luz de la luna iluminara justo donde ella descansaba.
Vestía apenas un trapo largo y desgastado. Su cabello, enredado y sucio, caía sobre su rostro. Su cuerpo, delgado por la falta de alimento, temblaba ligeramente. A su lado, algunas frutas que había recolectado la noche anterior descansaban junto a ella, esperando ser su cena... o su desayuno.
De repente, una gota de agua cayó sobre su mejilla. La niña despertó de golpe, incorporándose asustada.
—Oh no... —susurró en voz baja, aferrando sus frutas con fuerza.
Se dirigió rápidamente hacia la entrada de la cueva. Desde allí pudo ver cómo la lluvia empezaba a caer con furia. Se sentó a un costado, abrazándose a sí misma por el frío que la envolvía. Cerró los ojos con fuerza. Quería llorar, pero al mismo tiempo, no. Sabía que debía ser fuerte... aunque no entendía cómo lograrlo.
Cuando la lluvia por fin cesó, se levantó con lentitud y caminó hacia el frente de la curva que daba al exterior. A unos metros, un río fluía suavemente, aunque el lodo ya se había apoderado del camino, ensuciando sus piernas al pasar.
Se acercó a una roca junto al agua y sacó una trampa que ella misma había construido con palos y hilos arrancados de su trapo. La revisó con esperanza. Había pocos peces, pero para ella era suficiente. Sonrió, apenas.
Con los peces en las manos, la niña regresó a la cueva. Caminaba con cuidado para no resbalar en el barro.
El viento seguía soplando con fuerza, y el frío le calaba los huesos. A veces pensaba que el bosque estaba vivo, que los árboles la observaban... o al menos, eso le gustaba imaginar para no sentirse tan sola.
Una vez dentro, acomodó las frutas y los peces en una piedra plana. Tomó dos ramas secas que había guardado bajo un rincón de la cueva —sabía que si se mojaban, no podría hacer fuego— y con esfuerzo, logró encender una pequeña llama. El humo se elevó hacia el agujero en el techo, y el calor, aunque débil, le dio un poco de consuelo.
Asó el pescado lentamente. El olor llenó la cueva, haciendo que su estómago rugiera. Comió en silencio, con las manos sucias y los ojos pesados por el cansancio.
Después, abrazó sus piernas y apoyó la barbilla sobre sus rodillas. Miraba el fuego, pensativa.
—¿Hasta cuándo tendré que seguir así...? —murmuró para sí misma.
No recordaba cuánto tiempo llevaba sola. A veces soñaba con una voz, un rostro... pero al despertar, todo desaparecía. Nadie venía. Nadie la buscaba.
Solo ella, la cueva, el bosque... y el cielo.
Salió nuevamente cuando el sol empezó a bajar. Tenía que buscar más frutas antes de que anocheciera. Con un trozo de trapo atado a la cintura, caminó entre los árboles, revisando cada arbusto, cada raíz. Ya conocía bien qué frutos podía comer y cuáles la hacían doler el estómago.
Aprendió a escuchar el canto de los pájaros, a evitar los caminos donde crujía demasiado el suelo, porque sabía que algo más podía estar rondando.
De pronto, algo se movió entre los arbustos. La niña se congeló, agachándose detrás de un tronco.
Esperó.
Nada.
Solo el sonido del viento entre las hojas.
Suspiró, aliviada, y siguió caminando.
Esa era su vida.
Despertar, resistir, comer lo justo… y dormir.
Esa noche, el viento silbaba más fuerte que de costumbre. Las hojas del bosque crujían como si susurraran secretos que nadie entendía. La niña se acurrucó en su rincón favorito de la cueva, envuelta en su trapo, con el estómago apenas lleno y los párpados pesados por el cansancio.
El fuego ya se había apagado, y solo quedaban las brasas. Cerró los ojos lentamente, deseando que al menos esa noche pudiera dormir tranquila… sin frío, sin hambre, sin miedo.
Y entonces soñó.
Todo era blanco, suave, como si flotara entre nubes. No había tierra, ni árboles, ni lluvia. Solo un espacio inmenso de luz tranquila.
Y en medio de esa calma… una voz. No, dos voces. Una suave y cálida, como la de una mujer que canta para calmar a un bebé. La otra, firme y profunda, como el eco de una montaña.
—𝘔𝘪 𝘯𝘦𝘯𝘢…
—𝘔𝘪 𝘩𝘪𝘫𝘢…
La niña miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Solo sentía. Una calidez en el pecho, como si algo la envolviera.
—𝘛𝘶 𝘵𝘪𝘦𝘮𝘱𝘰 𝘢𝘶𝘯 𝘯𝘰 𝘩𝘢 𝘭𝘭𝘦𝘨𝘢𝘥𝘰… —dijeron las voces al unísono, como si fueran una sola alma.
—𝘗𝘦𝘳𝘰 𝘦𝘯 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘮𝘰𝘮𝘦𝘯𝘵𝘰 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘳𝘦 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘪𝘨𝘰.
—𝘕𝘶𝘯𝘤𝘢 𝘱𝘦𝘳𝘮𝘢𝘯𝘦𝘤𝘦𝘳𝘢𝘴 𝘴𝘰𝘭𝘢.
La niña quiso hablar, preguntar quiénes eran, qué significaba todo eso. Pero no podía. Solo las lágrimas salían de sus ojos cerrados mientras dormía.
Y justo antes de que despertara, sintió algo extraño: un cosquilleo en la frente, como si alguien le hubiese dejado un pequeño beso.
Entonces se incorporó, jadeando. La cueva seguía en silencio. La luna, aún arriba, entraba por el agujero del techo. Todo parecía igual. Pero no lo era.
Su corazón latía distinto.
Como si una parte de ella… finalmente hubiera escuchado lo que necesitaba.