Pasaron meses… pasaron años.
La niña creció dentro de la cueva, como una flor salvaje que florece entre las piedras. A su corta edad, maduró más que muchos adultos. Aprendió a sobrevivir sin nadie, a leer las señales del bosque, a escuchar los cantos de los pájaros y entender cuándo llovería solo con mirar el cielo.
Era demasiado inteligente, pero su corazón seguía siendo bondadoso.
Nunca se volvió fría, ni cruel. A pesar de vivir sola, nunca se volvió salvaje por dentro.
Solo… distinta.
A los quince años, comenzó a sentir que ya no podía seguir allí. Algo dentro de ella la llamaba, como si una voz le susurrara cada noche: “𝑆𝑎𝑙. 𝐵𝑢𝑠𝑐𝑎. 𝐷𝑒𝑠𝑐𝑢𝑏𝑟𝑒.”
Y lo hizo.
Sin un destino claro, caminó.
Solo tenía un vestido blanco. Era el mismo que llevaba desde pequeña.
Ya no le quedaba bien. Estaba roto en varias partes y ella no sabía coser, así que, para cubrir los agujeros, había usado hojas grandes del bosque, sujetas con ramitas finas y tallos. No era bonito, pero al menos tapaba lo que debía.
Caminó durante horas, luego días.
Durmió bajo los árboles y bebió de los ríos. Cruzó colinas y praderas hasta que, desde lo alto de una loma, vio algo que jamás había imaginado: una ciudad.
Casas de piedra y madera se alzaban unas junto a otras, con techos inclinados, humo saliendo de chimeneas, personas andando de aquí para allá. Una muralla de madera protegía el lugar, y torres de vigilancia observaban los caminos desde lo alto.
La niña se acercó con pasos lentos.
Su vestido estaba manchado de barro, el cabello suelto y lleno de ramitas, y sus pies, descalzos, ya estaban acostumbrados al dolor.
Cuando cruzó la entrada principal, notó cómo todos empezaban a mirarla.
Susurros, miradas largas, ceños fruncidos.
Un hombre que iba saliendo con un saco de trigo pasó cerca, frunció la nariz y murmuró en voz baja
—Qué mal huele…
Ella se detuvo.
Parpadeó.
"¿Yo?", pensó, desconcertada.
No esperaba escuchar algo así.
Miró alrededor, por si hablaba de otra persona, pero no. Era claro. Era ella.
"¿Huelo tan mal?"
Se llevó el brazo al rostro y olfateó. El olor era fuerte.
Tierra húmeda, sudor viejo, humo de fogata y hojas secas pegadas al cuerpo.
Frunció el rostro, apenada. Hasta ahora no lo había notado.
Metió un dedo entre los dientes, confundida. Sentía algo duro. Al sacarlo, notó que había una sustancia extraña, seca, pegada en los costados. Al quitársela, pudo abrir más la boca.
"¿Esto me estaba impidiendo hablar mejor? ¿Desde cuándo?"
No tenía las respuestas.
Siguió caminando por la plaza, aunque sentía cada mirada como una piedra sobre la espalda.
La plaza del pueblo era grande. Había un pozo en el centro, rodeado por puestos de madera con telas, pan, raíces, pescado seco y huevos frescos. Había mujeres conversando, hombres gritando precios, niños corriendo con manzanas robadas. Todo era nuevo. Todo era ruido pero
Siguió caminando entre la gente.
Sus pies descalzos rozaban el suelo áspero de piedra, y cada paso parecía más pesado que el anterior. Las miradas se clavaban en ella como agujas invisibles. Algunos se apartaban al verla acercarse, como si llevara una enfermedad. Otros se llevaban la mano a la nariz y torcían la boca en muecas de desagrado.
Un grupo de niños la señaló con el dedo y soltó una risa burlona que le provocó un escalofrío en la espalda.
Kil —aunque aún no sabía que ese iba ser su nombre— bajó la cabeza, sintiendo que su cuerpo quería hacerse más pequeño. Como si pudiera volverse invisible.
"¿Siempre me verán así...? ¿Como si no fuera una persona?"
La piel se le erizó. La vergüenza era nueva para ella, pero dolía.
Pasó entre los puestos del mercado, con la mirada en el suelo, y no supo si seguir avanzando o volver a la cueva.
Pero entonces, una voz la sacudió como un trueno.
—¡Oye, niña! ¡Ven! ¿Me puedes ayudar?
Se detuvo en seco.
Su corazón dio un salto en el pecho.
No levantó la cabeza de inmediato. Dudó.
"¿A mí me están llamando...?"
La misma voz volvió a sonar, más insistente:
—¡Sí, tú! ¿Puedes ayudarme, por favor?
Entonces alzó la mirada, lentamente.
A unos metros, una mujer mayor forcejeaba con una pila de cosas entre los brazos: varias cajas de madera, una bolsa enorme de papas, un cántaro de barro que se inclinaba peligrosamente, y una manta enredada en el codo. Su rostro estaba sudado, el cabello canoso recogido a medias, y el ceño fruncido por el esfuerzo.
La niña no lo pensó.
Corrió hacia ella, con los pies golpeando el suelo. El vestido blanco, remendado con hojas grandes y sujetas por ramitas, crujió con cada paso.
Se acercó sin decir nada y tomó dos cajas con cuidado, aunque sus manos temblaban un poco.
—¡Ay, gracias, hija! —exclamó la mujer con un suspiro enorme—. Pensé que se me iban a romper todos los frascos. Qué susto… No cualquiera se detiene a ayudar. Menos si no te conocen.
La miró de arriba abajo.
Los ojos de la mujer se detuvieron en el vestido sucio, luego en los pies descalzos, y después en el rostro de la niña, que aún evitaba mirarla directamente.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, en tono más tranquilo, pero curioso.
La niña parpadeó.
No respondió enseguida.
En realidad… no sabía qué responder.
"¿Mi nombre?"
Su mente quedó en blanco. Nadie nunca le había preguntado eso. No tenía uno. No recordaba haberlo necesitado.
En ese silencio repentino, como para no quedar muda, solo dejó salir lo primero que se le cruzó por la mente:
—Kil… —dijo con voz casi apagada—. Me llamo Kil.
La mujer entrecerró los ojos con cierta sorpresa, repitiendo el nombre como si lo probara en voz alta:
—Kil… Nombre curioso. Nunca lo había oído por aquí.
¿De dónde vienes, Kil?
La niña dudó otra vez, bajando la vista.
—De una cueva… —murmuró—. En el bosque.