Una Luna Creciente

CAPÍTULO 3

El cielo aún estaba cubierto por un velo azul oscuro, y la aldea dormía bajo el susurro del viento matinal. Dentro de nuestra pequeña casa de piedra y madera, reinaba una calma extraña, tan silenciosa que parecía bendecida por los mismos dioses.

Mi cuerpo reposaba en el lecho de paja, envuelto en mi sábana vieja como si fuera una capa real. La hoguera apagada, el aire frío colándose por las rendijas y el silencio… todo parecía perfecto.
“Hoy será uno de esos días tranquilos… sin ruido, sin gritos, sin carreras al mercado,” pensé, ingenua, abrazando el sueño con una sonrisa tonta.

Pero la calma, como todo buen sueño, no duró.

—¡Kil! ¡Levantaos ya! ¡Debéis llevar los panes al mercado antes de que se enfríen! —gritó mi madre desde la cocina, con esa voz que podía despertar hasta a un oso dormido.

Solté un bufido y me cubrí entera con la sábana. Tal vez, si me hacía la dormida, ella se olvidaría de mí… o eso quería creer.

¡ZAS!
La sábana fue arrancada con una destreza envidiable.

—Kilandra, amor mío, arriba ya. El pueblo necesita pan caliente, no tu cara soñolienta.

Su voz, aunque fuerte, sonaba dulce, casi divertida. Me giré hacia ella, aún medio dormida, y vi esa sonrisa suya que siempre me desarmaba.

Me levanté sin quejarme esta vez. Me estiré, me sobé los ojos y, como cada mañana, busqué mis pantalones de lino remendados y mi camisa sencilla. Apenas me los puse, escuché la risa de mi madre detrás.

—Ah, cómo me gustaba usar pantalones a tu edad… —dijo con un suspiro lleno de nostalgia—. Eras igualita a mí cuando era joven. Y mira que nadie se atrevía a decirme nada.

Me sonrojé un poco, pero sonreí. A ella realmente le encantaba que los usara, aunque en el pueblo muchas mujeres todavía preferían las faldas y vestidos. Yo no podía correr con harina o cargar canastos si me tropezaba a cada paso, y mamá lo entendía más que nadie.

Me acerqué a la cocina y sin esperar otra palabra, tomé uno de los canastos de pan y me lo colgué del brazo.

—Vamos, madre. Si salimos ahora, tal vez aún alcancemos el canto del primer mercader.

Ella me miró sorprendida y encantada.
—¿No os quejaréis hoy? ¿Estáis enferma acaso? —bromeó.

Solté una risita y le respondí con una mirada de complicidad.
Y juntas, madre e hija, salimos por la puerta hacia el mercado, con el aroma del pan fresco siguiéndonos como una promesa de buen día.
El mercado estaba lleno del bullicio habitual: el tintinear de monedas, el murmullo de las mujeres regateando, el aroma a queso curado, a fruta fresca, a especias traídas de lejos.
Mi madre y yo entregamos los panes uno a uno, entre saludos, sonrisas y algún que otro comentario sobre el buen horneado del día. Cuando terminamos, ella decidió regresar para preparar la siguiente tanda. Yo, en cambio, me tomé un pequeño respiro. El sol ya subía en el cielo, y la mañana empezaba a saborear su punto más agradable.

Sin pensarlo mucho, me desvié del camino principal y me interné por la vereda de tierra que conducía al bosque. El sendero era familiar, con árboles altos que se mecían suavemente con el viento. Allí, entre risas y ramas, me esperaban Mateo y Azul.

Ambos venían de familias acomodadas. Hacía ya años que nos conocíamos, y aunque nuestros mundos eran distintos, el bosque siempre nos había unido. Ellos tenían tiempo de sobra, y yo… bueno, sabía hacer espacio cuando se trataba de escapar un rato.

—¡Vamos, Kil! Te juro que con tus habilidades para la caza podrías ganar buen dinero si trabajas con mi padre —dijo Mateo, caminando a mi lado, con esa sonrisa confiada que usaba cuando intentaba convencerme de algo por enésima vez.

Lo miré de reojo. Era alto, rubio, siempre bien vestido, aunque en ese momento llevaba una capa raída para “no llamar tanto la atención”. Sus botas no tenían ni una mancha, lo que me hacía pensar que él no había cazado nada más allá de una siesta.

—Mateo, déjala quieta —interrumpió Azul, rodando los ojos mientras nos alcanzaba por detrás—. Ella no se va de aquí así porque sí. Ya llevas molestando con eso desde hace semanas, y siempre te dice que no.

Nos detuvimos al llegar a una pequeña plaza de piedra oculta entre los árboles. Era un lugar tranquilo, rodeado de antiguos pilares cubiertos de musgo y un banco de madera que nadie más usaba. Solo nosotros conocíamos ese sitio.
Azul se cruzó de brazos con expresión seria. Su largo cabello oscuro ondeaba con el viento y su vestido azul, que daba origen a su nombre, contrastaba con la tierra del bosque.

—No es molestia. Solo intento ayudar —dijo Mateo encogiéndose de hombros, pero aún con una sonrisa.

—Ayudar no es insistir cuando alguien ya te ha dado su respuesta —le replicó Azul, sin apartar la mirada.

Yo solo suspiré y me senté sobre el borde de una piedra plana, dejando el cesto vacío a un lado. Miré hacia arriba, al cielo que se filtraba entre las ramas.
Era bonito tener esos momentos de paz. Aunque fueran breves. Aunque el mundo siguiera girando con sus complicaciones.

—¿Y si no quiero trabajar para nadie, Mateo? —le dije al fin, tranquila—. ¿Y si solo quiero... vivir tranquila?

Mateo bajó la mirada, pensativo, mientras sus pasos se volvían más lentos. Finalmente, suspiró y asintió con la cabeza. No dijo nada más. Por primera vez, parecía aceptar que yo no era como él… que no todos soñábamos con castillos, glorias o riquezas. Algunos solo queríamos un día sin responsabilidades, una mañana tranquila o una tarde entre árboles.

La paz, sin embargo, no duró demasiado.

—¡Kil! —exclamó Azul con una sonrisa brillante, girando sobre sí misma en medio del sendero cubierto de hojas—. Mira que mi cumpleaños es pronto... ¡y quiero que estés allí!

Su voz tenía ese entusiasmo contagioso que siempre me hacía sonreír, pero mis pies se detuvieron al instante. El pecho me dio un pequeño vuelco. Sabía perfectamente lo que implicaba esa invitación. Comida fina, vestidos brillantes, damas arregladas como estatuas vivientes, y caballeros que hablaban más con el ego que con la boca.



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En el texto hay: omegaverse, alfas, omega

Editado: 25.06.2025

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