Al final de la charla nos despedimos, y me fui a cambiar para dormir.
Estaba algo nerviosa pensando en cómo sería ir a la fiesta de Azul.
La verdad, encerio odio las faldas, y más si son tan largas. Me molestan. Me enredan las piernas, me hacen sentir incómoda, como si no fuera yo.
No me gustan ni me avergüenzo de eso. Me gusta mi forma de vestir. Mi ropa cómoda, suelta, sin tantos adornos. A veces Azul no lo entiende, pero yo sí. Yo me siento bien así, aunque no sea elegante.
Azul, en cambio, parecía nacida para ese tipo de cosas. Las faldas le quedaban bonitas, todo en ella se veía bien. Siempre tan perfecta, con su pelo arreglado, sus accesorios, su forma de caminar como si fuera parte de un cuento. Suspiro. Ella es así, y yo soy diferente. No mejor ni peor… solo distinta.
Apagué mi vela que aún estaba encendida.
La llama parpadeó un segundo antes de desaparecer, y todo quedó en silencio.
Me acosté de lado, buscando la posición más cómoda. Cerré los ojos, sintiendo la manta suave cubriéndome.
Quería dormir tranquila. Solo eso.
Entonces…
todo cambió.
De un momento a otro, el calor desapareció.
Todo era frío.
Frío real. Frío que dolía.
Estaba de pie, pero no en mi cama.
Estaba descalza, parada sobre un lago completamente congelado.
El hielo se extendía hacia el horizonte, gris y agrietado, con líneas que parecían ramas muertas atrapadas debajo.
La neblina lo cubría todo. No se veía el cielo ni el final del lago.
Solo ese espacio blanco, vacío y helado.
Me abracé conmigo misma, tiritando. El vestido fino que llevaba —el mismo que usaba para dormir— no ayudaba en nada. Sentía que el frío se metía por los huesos, por la piel, por la respiración.
—¿Dónde estoy? —susurré, con voz temblorosa.
Di un paso. El hielo crujió bajo mis pies. Me detuve al instante, con el corazón golpeando fuerte en el pecho.
Miré a mi alrededor con miedo. No sabía cómo había llegado ahí. Todo estaba tan… irreal, pero tan vívido al mismo tiempo.
Y entonces, una voz.
Una voz profunda, suave, pero antigua…
—𝘬𝘪𝘭… 𝘮𝘪 𝘲𝘶𝘦𝘳𝘪𝘥𝘢 𝘯𝘦𝘯𝘢 𝘏𝘢 𝘱𝘢𝘴𝘢𝘥𝘢 𝘵𝘢𝘯𝘵𝘢 𝘵𝘪𝘦𝘮𝘱𝘰.
Esa voz.
Me quedé inmóvil.
La reconocía.
Era esa voz.
La misma que había escuchado cuando era niña, cuando estaba sola en la cueva, en los días donde no entendía el mundo, ni por qué estaba viva.
Esa voz que no venía de nadie, pero que me hablaba con cariño.
La que me daba calma, cuando no tenía nada.
No era un sueño cualquiera.
Era él. Otra vez.
—¿Tú… eres 𝘁𝘂? —dije bajito, con los labios temblando— La 𝘃𝗼𝘇 de antes…
—𝘚𝘪, 𝘮𝘪 𝘯𝘦𝘯𝘢—respondió—. 𝘕𝘰 𝘵𝘦 𝘩𝘦 𝘢𝘣𝘢𝘯𝘥𝘰𝘯𝘢𝘥𝘰. 𝘚𝘰𝘭𝘰 𝘩𝘦 estad𝘰 𝘦𝘴𝘱𝘦𝘳𝘢𝘯𝘥𝘰.
Tragué saliva. Sentía el pecho apretado.
—¿Por qué apareces ahora? ¿Qué está pasando?
—𝘕𝘰 𝘵𝘪𝘦𝘯𝘦𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘵𝘦𝘯𝘦𝘳 𝘮𝘪𝘦𝘥𝘰, 𝘒𝘪𝘭 —dijo con un tono más firme, pero aún lleno de calidez—. So𝘺 𝘢𝘲𝘶𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘦 𝘵𝘦 𝘱𝘶𝘴𝘰 𝘦𝘯 𝘦𝘴𝘵𝘦 𝘮𝘶𝘯𝘥𝘰.
Sentí que el corazón me dio un salto.
—¿Qué… qué significa eso? —susurré.
—𝘈𝘶𝘯𝘲𝘶𝘦 𝘯𝘰 𝘭𝘰 𝘦𝘯𝘵𝘪𝘦𝘯𝘥𝘢𝘴 𝘢𝘩𝘰𝘳𝘢… 𝘵𝘪𝘦𝘯𝘦𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘵𝘦𝘯𝘦𝘳 𝘤𝘶𝘪𝘥𝘢𝘥𝘰 —continuó la voz—. 𝘊𝘶𝘪𝘥𝘢𝘥𝘰 𝘤𝘰𝘯 𝘢𝘲𝘶𝘦𝘭𝘭𝘰𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘧𝘪𝘯𝘨𝘦𝘯 𝘴𝘦𝘳 𝘢𝘮𝘢𝘣𝘭𝘦𝘴… 𝘮𝘪 𝘲𝘶𝘦𝘳𝘪𝘥𝘢 𝘯𝘦𝘯𝘢.
Mis ojos se abrieron más.
Esas palabras… se sintieron como una advertencia directa, como un susurro que me helaba más que el viento.
—¿Quién está fingiendo? ¿Quién…? ¡Dime más!
Pero el lago empezó a crujir.
Las grietas se abrían bajo mis pies.
—¡No! ¡Espera! ¡No te vayas otra vez! ¡No me dejes sin respuestas!
Pero el hielo se rompió.
Todo desapareció.
Y caí.
Me levanté de golpe de la cama, alterada, con el corazón latiendo rápido.
Sentí el sudor frío bajándome por la espalda, y por un segundo no supe dónde estaba. Todo me daba vueltas. El recuerdo de la caída en el hielo aún estaba fresco en mi mente. El crujido, la voz… ese vacío.
—¿Madre? —dije en voz baja, al verla justo al lado mío, sentada a un costado de la cama.
Ya había amanecido. La luz entraba por la ventana suavemente, iluminando el cuarto con ese tono dorado del amanecer.
La miré un poco alterada, todavía con el pecho agitado.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, entre jadeos— ¿Pasó algo?
Ella me miró con esa calma que siempre tenía, pero sus cejas estaban fruncidas, como si algo la preocupara.
—Hija… solo vine a levantarte —dijo, con voz suave—. Pero cuando entré, parecías tener fiebre.
Te toqué y estabas helada…
—alzó un trapo húmedo entre sus manos— …así que traje un paño un poco tibio.
Me quedé mirándola, confundida.
Me pasé una mano por la frente y cerré los ojos un segundo.
—Uff… sí que estoy fría —murmuré, sintiendo cómo el escalofrío seguía en mi cuerpo.
—Mírame, hija —dijo ella, tomando mi rostro entre sus manos.
La miré fijamente. Sus ojos estaban serios.
Muy serios.
—Pareces… como si casi estuvieras por entrar en celo.
La palabra me cayó como una piedra.
Me separé de golpe de sus manos y me incorporé.
—¡Mamá! ¡Eso es imposible! —dije, con los ojos abiertos de par en par— ¡Yo no puedo estar por entrar en celo!
Mi madre se levantó también. No parecía sorprendida por mi reacción.
—Kil —dijo con firmeza, acercándose—, el celo llega cuando menos te lo esperas.
Sé que no te gusta hablar de eso. Sé que no lo aceptas desde aquel accidente, pero no puedes ignorarlo.
Bajé la mirada, incómoda.
Sentía las mejillas calientes. El estómago revuelto.
—Es normal que llegue en formas raras —continuó ella—. A veces los sueños, los cambios de temperatura, el cuerpo te avisa de maneras extrañas… eso también me pasó a mí.
Se acercó un poco más.
Inhaló cerca de mi cuello, cerrando los ojos suavemente.
—Estás empezando a oler… a fresas con chocolate —dijo con tono bajo, casi como si fuera un secreto.
—¿Qué? —pregunté, incrédula.
—Te haré tu medicamento. No te preocupes, ya vuelvo —respondió mientras se daba media vuelta, saliendo por la puerta con paso ligero, como si ya supiera exactamente lo que debía hacer.