Una Luna Creciente

CAPÍTULO 6

Hablamos sin cesar, como si las horas hubieran decidido detenerse solo para nosotros. Sentados frente a frente, entre cojines mullidos y el sonido lejano de la lluvia, la conversación fluyó sin esfuerzo. Le conté un poco sobre mí, pero solo lo que estaba dispuesta a compartir: mi vida desde que estaba con Aldara. Omití la parte más profunda, la de antes… la de la cueva. Esa historia todavía no era para él.

Él también habló. Me dijo que tenía dieciocho años, y ambos nos reímos al darnos cuenta de que apenas nos llevábamos un año. Era curioso lo rápido que podíamos sentirnos tan cómodos. Como si ya nos conociéramos desde mucho antes.

Cuando le conté que odiaba los vestidos, sus cejas se alzaron con sorpresa, pero lo que lo dejó sin palabras fue otra cosa.

—¿Que sabes cazar? —dijo con una risa incrédula—. No te creo, Kil.

—¡Te lo juro, Esteban! —le respondí, cruzándome de brazos con una sonrisa desafiante—. No solo sé cazar, también sé manejar el arco y defenderme. Mi madre… fue la forjadora del rey anterior. Aprendí muchas cosas viéndola trabajar con el metal y escuchando sus historias.

Él me miró con una mezcla de asombro y admiración.

—Las mujeres no suelen hacer eso aquí… ni cazar, ni blandir una espada. A ti te gusta romper las reglas, ¿verdad?

Me encogí de hombros, con una media sonrisa.

—No las rompo… solo no encajo en ellas.

Él se rió de nuevo, agachando un poco la cabeza como si quisiera ocultar la sonrisa.

—Tal vez es eso… —murmuró.

—¿Eso qué?

De repente, la lluvia cesó. El golpeteo constante contra los cristales se desvaneció hasta convertirse en un susurro tenue. Afuera, solo quedaba una fina llovizna, como si el cielo hubiese decidido dar un respiro.

La puerta se abrió con suavidad, y Liria, la sirvienta, entró con una reverencia. Su mirada fue primero para Esteban, y luego se dirigió a mí.

—Señor Esteban, señorita… ya que ha serenado, si desea, puede retirarse ahora. O si prefie—

—Sí, por favor —la interrumpí con algo de apuro en la voz, levantándome enseguida del sillón—. No sabemos si volverá a llover… además, cuanto más temprano regrese, mejor. Mi madre seguramente ya debe estar preocupada.

Liria asintió con gentileza.

—Por aquí, por favor.

Asentí también, y empecé a caminar hacia la puerta con ella. Esteban se había quedado en silencio, apoyado contra el respaldo del sillón con una expresión difícil de leer.

Pero justo cuando pasé a su lado, sentí cómo su mano se cerraba con suavidad alrededor de mi brazo. Me detuve, sorprendida, y giré para mirarlo.

Nuestros ojos se encontraron.

—Kil… —dijo con voz baja pero firme—. Me alegra haberte conocido hoy. De verdad.

Me quedé un segundo inmóvil, sintiendo cómo algo en mi pecho se aflojaba un poco. Una parte de mí quiso decir algo, pero las palabras no salieron.

Entonces, él sonrió apenas. No agregó nada más.

Me soltó despacio.

Confundida —y quizás con un ligero calor en las mejillas— bajé la vista y volví la mirada hacia adelante. Sin decir nada más, seguí caminando con Liria, dejando atrás el brillo de los candelabros y el eco de esa sala silenciosa.

Al salir del castillo, el aire húmedo me recibió con suavidad. Un carruaje esperaba ya en la entrada, tirado por dos caballos oscuros que resoplaban con tranquilidad bajo la bruma.

Subí con calma. Aún podía sentir en mi piel el rastro de su mano.

Y en mi mente… su voz, repitiéndose como un susurro:

"Me alegra haberte conocido hoy."

En el carruaje se sentía el frío de la mañana, un aire húmedo que se colaba por entre las rendijas como si fueran dedos invisibles que querían alcanzarme. Afuera, el cielo seguía cubierto de nubes grises, pesadas, que apenas dejaban filtrar la luz del día. Me acurruqué en el asiento, abrazando mis propios brazos, y miré por la ventana empañada, dejando que mi aliento la cubriera un poco más mientras pensaba:
¿Cómo estará mamá?¿Se habrá preocupado?

El carruaje se detuvo al llegar a la plaza. El cochero bajó tranquilo y abrió la puerta.

—Aquí estamos, señorita —dijo con una sonrisa leve, como si ya se esperara que yo fuera a saltar del asiento.

—Gracias, señor —le respondí mientras bajaba. Él asintió con respeto y volvió a subir al asiento, marchándose sin prisa mientras los cascos de los caballos resonaban sobre la piedra mojada.

Las calles empedradas estaban mojadas, pero tranquilas. Ya las conocía de memoria. Mi casa no quedaba muy lejos, así que fui caminando con pasos lentos.

Y allí estaba.
Mi casa.
Sencilla, con su techo largo de madera que formaba una especie de pasillo exterior, cubierto, donde muchas veces nos sentábamos a trabajar o simplemente a ver llover.

Y justo ahí, como si fuera parte de la escena desde siempre, estaba mi madre. Sentada en su silla alta de madera, con una manta sobre las piernas y una lámpara de aceite aún encendida a su lado. Tenía unas cartas en la mano y parecía tan concentrada que ni siquiera notó mis pasos.

—¿Parece que estás esperando a alguien en pleno sereno, eh? —dije en tono juguetón mientras subía el escalón de piedra con una pequeña sonrisa.

Ella alzó la vista enseguida. Sus ojos se abrieron con una mezcla de sorpresa, alegría y alivio.

—¡Porsupuesto! —rió con esa voz suya tan cálida, tan de madre—. Mientras te esperaba, estuve leyendo unas cartas del pueblo... Pozor.

—¿Del Pozor, dijiste? —pregunté mientras fruncía el ceño, sorprendida.

Ella se paró despacio, me envolvió con la manta y apoyó una mano en mi espalda.

—Sí, hija... ven, entremos, está empezando a enfriar más.

Entramos juntas. El calorcito de la chimenea me dio directo al rostro. Me quité el corset con cuidado, colgué mi cinturón en la pared y me senté en uno de los bancos largos junto a la mesa. El lugar olía a pan recién horneado, a menta, a madera... a hogar.

Ella dejó las cartas sobre la mesa rústica, apagó la lámpara de aceite y se sentó frente a mí. Parecía tener algo más que decirme, como si llevara días guardándolo.



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En el texto hay: omegaverse, alfas, omega

Editado: 05.08.2025

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