Corrí por los pasillos como si mi vida dependiera de ello, esquivando miradas, respiraciones ajenas, y sentimientos extraños. El sonido de mis tacones chocando contra el mármol era lo único que me recordaba que seguía en esa fiesta. Hasta que vi esa gran puerta de madera tallada: la biblioteca.
Empujé con fuerza, entré y cerré la puerta de inmediato. Apoyé la espalda en ella y respiré profundo. El silencio de aquel lugar era un bálsamo. Cerré los ojos con fuerza.
—¿Te estás escapando de alguien? —escuché una voz profunda, elegante… demasiado cerca.
Mi corazón se detuvo un segundo. Abrí los ojos y alcé la vista.
—S-su majestad… —susurré, apretando la falda de mi vestido con nervios. Al instante intenté hacer una reverencia, pero él levantó una mano.
—Tranquila… no estamos en público. No es necesario —dijo con un tono suave, casi cómplice.
Llevaba un traje de gala impresionante: rojo y oro, con detalles que solo los reyes portaban. Su cabello estaba ligeramente despeinado, como si hubiera corrido o simplemente no le importara. Su corona, pequeña pero imponente, y ese antifaz gris con detalles en plata que lo hacía ver aún más inalcanzable… y real.
—Pero eso sería muy descortés de mi parte —dije sin poder evitar mantener la formalidad.
Él caminó entre los estantes, sus dedos rozando algunos lomos de libros como si los conociera a todos por nombre.
—Por favor, señorita Kil… sé que no te gusta ser tan formal —comentó con una sonrisa que no vi, pero escuché.
Me quedé helada. ¿Cómo lo sabía?
—¿Cómo supo que era yo? —le pregunté, caminando tras él, con un paso más lento y medido.
—Bueno… —respondió, sacando un libro de tapas gastadas— una de mis habilidades es ver más allá de lo que muestran los rostros. Y tú, tú tienes un aura difícil de ignorar… fuerte, rebelde… pero también gentil. Es raro ver eso todo junto —se sentó en una de las mesas, abriendo el libro con cuidado. Me quedé de pie, observándolo.
Su mirada subió y me encontró.
—¿Te sientas? No muerdo. Bueno… no sin permiso —rió muy bajito.
Me sonrojé un poco, pero obedecí. Me senté a su lado, curiosa, observando el libro abierto. De pronto, un destello dorado se levantó de las páginas, como una niebla luminosa danzando en el aire.
—¿Qué es esto…? —susurré, maravillada, extendiendo los dedos para tocar el brillo. Era cálido, suave, como polvo de estrellas. Jugué con él, encantada.
—Mi madre una vez me mostró algo así… pero era de color diferente —murmuré.
—Cada brillo cambia según quien lo mire —dijo él sin dejar de observarme. Su voz había bajado un tono.
Me perdí en la luz un momento, fascinada… hasta que sentí su mirada fija en mí.
—Eres hermosa —susurró.
Giré el rostro lentamente.
—¿Qué dijo, su majestad? —pregunté distraída, pensando que había escuchado mal.
Él soltó una pequeña risa.
—No me digas majestad. Dime Alejandro.
Lo miré, aún sonrojada por la cercanía, pero algo dentro de mí me hizo sonreír también.
—Bueno… Alejandro… gracias por mostrarme esto.
Él asintió, pero sus ojos seguían fijos en mí.
—Si quieres, te puedo mostrar más cosas —dijo Alejandro, una voz tranquila pero profunda.
Kil, sin querer sonar descortés, sonrió con cierta timidez mientras decía:
—Estaría agradecida, majes—… digo, Alejandro.
Ambos soltaron una pequeña risa al mismo tiempo, sin planearlo. Fue uno de esos momentos espontáneos, sencillos… pero que se sienten especiales.
La verdad, Kil no quería más interacciones con nadie. Había sido un Día intenso, extraña, llena de personas nuevas y momentos que no supo cómo procesar del todo. Pero algo en Alejandro, en su forma de hablar y observarla, rompía lentamente las barreras que ella había puesto sin darse cuenta.
Cuando él habló de su aura, de lo que sentía al verla… fue distinto. No fue una frase vacía, ni un intento de halago superficial. Sonó como una verdad. Una verdad tan pura que Kil no pudo evitar creerla, aunque no entendiera el porqué. Porque, por alguna razón, lo que él decía la atraía… como si algo invisible los conectara sin que ella pudiera explicarlo.
Y en ese instante, sin decirlo directamente, Kil supo que esa noche no sería como las demás. No por lo que había vivido, sino por lo que estaba por descubrir.
Alejandro aún sostenía el libro brillante entre las manos, mientras la luz mágica danzaba entre ellos como si estuviera viva hacia cualquier cosa que Alejandro le pidiera. Kil no podía apartar los ojos de aquel espectáculo. Por unos segundos, el mundo parecía detenido, envuelto en una calma dorada. Pero entonces…
Un alboroto afuera rompió el encanto.
—¡Encuéntrenla! ¡Busquen en todos lados! ¡No puede haberse ido lejos!
La voz era firme, llena de autoridad… y rabia. Una voz que Kil conocía demasiado bien.
Su rostro cambió por completo. La tranquilidad que había sentido segundos antes desapareció al instante, como si alguien hubiese apagado una vela dentro de ella.
—Tengo que irme —murmuró, casi en un susurro apenado, con la mirada en el suelo.
Alejandro se incorporó de inmediato, dejando el libro sobre la mesa.
—¿Qué pasa? ¿Por qué?
Pero Kil ya se alejaba, apretando los puños. No se giró hasta estar cerca de la puerta. Cuando lo hizo, lo miró a los ojos con una mezcla de frustración y tristeza.
—Tu primo… está completamente loco. ¿Lo sabías? Es un controlador, y no pienso dejar que me atrape como si fuera su propiedad.
Y sin esperar respuesta, salió rápidamente de la habitación, dejando tras de sí una estela de confusión… y a Alejandro solo, envuelto aún en la luz dorada que lentamente comenzaba a desaparecer.
Alejandro se quedó en silencio por unos segundos, observando la puerta que aún Abierta. Cerró los ojos. Su aura… aún se sentía.
Justo entonces, la puerta se abrió de golpe. Esteban entró con dos guardias, su rostro endurecido y los ojos brillando con furia. Alejandro supo de inmediato quién era. No necesitaba verlo para sentirlo. El aura de su tatarabuelo era como una tormenta: intensa, vieja… peligrosa.