En el Palacio de Beltrán
Mateo llegaba con sus padres a medianoche, algo cansado tras la celebración del cumpleaños de la princesa Azul. La familia caminaba en silencio, como era costumbre después de los eventos sociales. Mateo estaba a punto de retirarse a su habitación cuando escuchó la voz de su padre:
-Mateo -dijo William con tono serio-, necesito hablar contigo un momento. En mi oficina.
Mateo se detuvo, confundido. Miró a su madre, que desde las escaleras los observaba con una expresión tensa, como si ya supiera lo que se avecinaba. El joven asintió y siguió a su padre.
La oficina estaba iluminada con apenas un par de lámparas, suficientes para dejar sombras bailando en las paredes. William se sentó tras su escritorio, y Mateo frente a él, cruzando los brazos con cierta impaciencia.
-Sé que es tarde -empezó su padre, con el tono pausado de quien elige cada palabra con cuidado-. Pero esto me está preocupando. Sabes bien que vivimos en una sociedad exigente, poderosa... y muy burlona. Las apariencias importan, Mateo. Y tú...
-¿Y yo qué? -interrumpió Mateo con el ceño fruncido.
-Bailaste con una chica de la que nadie sabe nada. Preguntamos. Nadie supo decirnos quién era. ¿Sabes cuántos comentarios recibimos? ¿Cuántas miradas?
Mateo apretó la mandíbula y se inclinó hacia adelante.
-¿Y eso qué importa? Es mi vida. Yo decido con quién hablo o bailo.
William se irguió, la voz le cambió de tono, más firme:
-No, hijo. No es solo tu vida. Es la nuestra. Es la del Consejo. La del apellido Beltrán. ¿Qué crees que dirán si descubren que el futuro Duque anda bailando con una cualquiera?
Mateo apartó la mirada, mordiéndose el labio. Su padre aprovechó el silencio:
-Dime quién es esa mujer. ¿Por qué bailaste con ella?
-Es una amiga -respondió al fin Mateo, con indiferencia-. Una persona con la que quise compartir un momento. ¿Eso está mal ahora?
-No si es alguien 𝘥𝘪𝘨𝘯𝘢, Mateo -espetó su padre, levantándose con el dedo señalándole-. Si esa mujer no tiene título, si no es de alta cuna, te alejas de inmediato. ¡Inmediatamente! No quiero oír historias de amor, ni tonterías de adolescente. Vas a ser el próximo Duque y necesitas a alguien respetable a tu lado.
Mateo se puso de pie, con los ojos llenos de rabia contenida. Caminó hasta la puerta.
-¡No he terminado de hablar! -gritó su padre.
Pero Mateo ya no lo escuchaba. Abrió la puerta de golpe y la azotó detrás de él.
Subió a su habitación sin mirar atrás. Cerró con llave, se deslizó por la puerta y cayó al suelo, con la espalda apoyada contra la madera. Se llevó las manos a la cabeza.
-Ni siquiera me han preguntado qué quiero ser -susurró, con la voz rota.
Por otro lado y Día.
Kil y su madre, Aldara, estaban pasando por un momento complicado.
Kil despertó en su cama, sintiendo una mezcla de mareo y confusión. Parpadeó varias veces, intentando enfocar lo que tenía delante. Un paño húmedo descansaba sobre su frente, y su pierna la misma que le había estaba cubierta con un trapo improvisado y atado con fuerza.
girar un poco el rostro, vio a su madre sentada a su lado, con el rostro pálido y los ojos llenos de preocupación. Aldara le tomaba la mano con fuerza, como si en cualquier momento pudiera desaparecer de nuevo.
-¿Qué... qué pasó, madre? -logró preguntar Kil, con voz rasposa por el cansancio.
Aldara al ver que desperto iba a responder, pero antes de que pudiera hacerlo, un fuerte temblor sacudió la casa. Los estantes vibraron, algunas botellas de hierbas cayeron al suelo. El aire parecía pesado, cargado de una energía que no se veía... pero se sentía.
Kil, asustada, intentó incorporarse, pero Aldara se lo impidió.
-¡No, no, no! Tranquila, Kil. Ya estás bien, ¿me oyes? No te alteres. No te asustes, todo está bien...
Pero Kil se alteró. El miedo, la confusión, el ardor en su pierna, todo se mezclaba en su cabeza como un remolino imparable.
Y entonces, ocurrió de nuevo.
El entorno comenzó a temblar otra vez. No por fuera, no era un sismo, era ella. Su cuerpo vibraba con una energía extraña. El aire se torcía a su alrededor, y su madre apenas podía sostenerla.
-¡Kil! -gritó Aldara, alarmada-.
¡Tienes que calmarte, por favor!
Kil cerró los ojos con fuerza.
Su respiración era agitada, y el temblor en su cuerpo no cedía. Los latidos de su corazón retumbaban como golpes de tambor en sus oídos. Los mareos venían y se iban y se desvanecía.
Pero en medio del caos, la voz de su madre era lo único que podía escuchar con claridad. Esa voz dulce, fuerte, que había aprendido a consolarla desde niña.
-Kil... hija, respira conmigo. Aquí estoy. Tranquila, mi amor... estás a salvo.
Kil se aferró a esas palabras. A su timbre, al calor de sus manos. No sabía cómo... pero lo hizo. Respiró profundo, y en un esfuerzo que le exigía el alma, logró calmarse. Poco a poco, la energía que hacía temblar la casa se disipó como humo.
Todo quedó en silencio. Solo su madre permanecía a su lado, firme.
Aldara tomó una pequeña poción, con el mismo cuidado y de delicadeza Se inclinó y acercó la taza de madera a los labios de su hija. Kil, todavía temblorosa, bebió un sorbo.
El efecto fue inmediato. Un suspiro suave escapó de sus labios. La presión en su pecho disminuyó. El ardor en su pierna bajó a un dolor soportable, como si alguien hubiese apagado el fuego con una caricia.
Kil abrió los ojos despacio, aún agotada pero sintiéndose humana otra vez.
-Al fin... estás bien -dijo su madre con alivio-. Con esto te vas a sentir mejor.
Pero Kil no respondió. Solo la miró... fijamente, como buscando respuestas, como si quisiera leer su alma entera.
Sabía que su madre le ocultaba cosas.
Y ahora... ya no podía quedarse callada.
La madre de Kil la observó en silencio por unos segundos. No necesitaba palabras.
La forma en que su hija la miraba lo decía todo: ya no podía ocultárselo más.