Una Luna Creciente

CAPÍTULO 14

De repente, el mago extendió su mano y murmuró un hechizo en un idioma que Kil no logró comprender en totalidad. Un suave resplandor se posó sobre su pierna… y al instante, el dolor desapareció.

—No puede ser —susurró Kil, llevándose las manos al rostro, incrédula—. ¡Funcionó!

Azul sonrió al verla tan aliviada, y Kil no dudó en agradecer al mago con una inclinación y un sincero “gracias”. Cuando él se retiró, Kil, emocionada, se levantó de donde estaba y abrazó fuertemente a Azul.

Azul, aunque conmovida, frunció un poco la nariz al notar el sudor y el olor que Kil arrastraba después de todo el caos vivido.

—Kil, por favor… ¿te importaría darte un baño? Te lo ruego —dijo con una sonrisa divertida, separándose con sutileza.

Kil, avergonzada, asintió enseguida con un rubor en las mejillas.

Un par de horas después, Kil salió del baño renovada. Azul le había prestado uno de sus vestidos más cómodos —aunque seguía siendo hermoso— y unas zapatillas bajas. Las damas del servicio la habían ayudado a peinarse y dejarla presentable.

—Muchas gracias, Azul. En serio. Pero ahora… ¿me puedes explicar eso de “ella”? —preguntó Kil, imitando con los dedos el gesto de comillas.

Azul le tomó del brazo con una sonrisa misteriosa y la condujo fuera del cuarto. Caminaron por un pasillo amplio lleno de cuadros antiguos hasta que se detuvieron frente a una pintura enorme enmarcada en oro. Kil se quedó sin palabras.

—No puede ser… —susurró.

Era ella. Esa mujer pintada en el cuadro… era idéntica a Kil. Misma expresión, misma mirada, misma marca cerca de la ceja. Pero Kil nunca había posado para nadie.

—Sorprendente, ¿verdad? —dijo Azul alegre, con las manos en la cintura.

Kil no tuvo tiempo de responder. Una voz suave y elegante interrumpió desde el fondo del pasillo:

—Hija… ¿con quién estás hablando?

Ambas giraron la cabeza. Era la madre de Azul, caminando hacia ellas. Sus pasos se detuvieron al ver a Kil. Sus ojos se abrieron, como si acabara de ver un fantasma.

—¿Eres tú? —murmuró, acercándose con asombro y examinando su rostro—. En verdad… ¡eres tú!

Kil retrocedió, incómoda.

—¿Disculpe?

La mujer parpadeó, como saliendo de un trance, y se alejó un poco, apenada.

—Lo siento... Su Majestad.

—¿Su qué? —dijo Kil, ladeando la cabeza.

Azul intervino enseguida.

—Madre, ella no sabe… aún.

—Oh, ya veo —dijo su madre, esbozando una sonrisa cálida—. Tenemos que explicárselo.

Kil la observó con escepticismo, mientras pensaba: “Vaya, sí que se parecen estas dos en personalidad...”

Poco después entraron a una gran sala decorada con cristales y madera tallada. La señora la invitó a sentarse.

—Ven, por favor, siéntate.

Kil obedeció con el ceño fruncido. Azul se sentó junto a su madre, que rebuscó algo entre una bolsa de terciopelo negro.

—Madre, ella es Kil. Mi mejor amiga —dijo Azul con orgullo.

—Qué lindo, hija. Esto es lo que buscaba —respondió su madre mientras sacaba un libro antiguo, forrado en cuero negro con un símbolo plateado en la portada. Lo colocó con cuidado frente a Kil y se acomodó para hablar.

—Ahora sí me presento —dijo con voz firme pero suave—. Soy Isabella López, princesa y consejera real. —Colocó la mano sobre su pecho con orgullo—. Y fui la consejera de tu madre.

Kil frunció el ceño, confundida.

—¿De mi madre?

Isabella asintió lentamente, con una mirada que parecía cargada de nostalgia.

—Sí. Tu madre fue la reina Samanta.

Las palabras cayeron como una piedra en el pecho de Kil. Por un instante, se sintió desconectada de la realidad, como si alguien le hubiera cambiado el mundo sin avisarle. Miró el libro sobre la mesa. La portada oscura, el símbolo grabado con detalles en plata… todo tenía una presencia misteriosa.

—Este libro —continuó Isabella— es el único que queda con información completa sobre ella. Lo que hizo, lo que no hizo, lo que dejó atrás. La mayoría de los textos que llevaban su nombre fueron destruidos, otros están extraviados o incompletos. Este… es el único que sobrevivió entero.

Kil bajó la mirada al libro, como si de repente pesara toneladas. Se levantó de su asiento, retrocediendo un poco.

—Esto tiene que ser un error… —susurró.

Isabella se levantó también. Sus ojos no dudaban.

—No es un error, Kil. Por algo estás aquí. Por algo esa marca despertó. Por algo esa voz te habló.

Le tendió el libro con las dos manos.

—Por favor, quédate con él. Léelo. Allí encontrarás las respuestas que has estado buscando desde hace años… aunque no supieras que las necesitabas.

Kil tragó saliva. Sus manos temblaban un poco al acercarse al libro. No sabía si tenía miedo… o si simplemente estaba empezando a recordar algo que siempre había estado en su sangre.

—¡Es que no puedo creer lo que estás diciendo! ¡No puede ser! —exclamó Kil, su voz temblaba de incredulidad.

Dio un paso atrás, los ojos abiertos como si acabaran de revelarle un crimen imposible.

—¡Es imposible! ¿Y cómo están tan seguras ustedes? ¿Solo porque este estúpido libro lo dice? —señaló el libro con rabia, como si le quemara con solo verlo.

Isabella negó con la cabeza suavemente, intentando mantener la calma.

—No es solo el libro, Kil…

—¡No! —interrumpió Kil, retrocediendo aún más cuando Isabella intentó acercarse.

El salón de pronto le parecía sofocante. Las paredes, las miradas, el silencio entre palabras… todo la aplastaba.

Y sin pensarlo más, giró sobre sus talones y salió corriendo del lugar. Su corazón latía con fuerza, desbocado, como si quisiera huir también.

Solo quería estar en casa. Solo quería despertar y que todo fuera una pesadilla absurda.

Aldara

Aldara apenas podía abrir los ojos. Todo le dolía.

El suelo frío le rozaba la mejilla, pero lo que la mantenía despierta no era el dolor… era el miedo. No por ella. Por Kil.



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En el texto hay: omegaverse, alfas, omega

Editado: 05.08.2025

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