Después de leer el libro, Kil no podía dormir.
Una inquietud extraña se le había anclado en el pecho. Se removía en la cama, abrazando su almohada con fuerza.
—¿Por qué ahora? —susurró, mirando al techo, perdido entre sombras—. ¿Por qué cuando todo parecía estar tranquilo…?
Cansada de dar vueltas sin encontrar descanso, se levantó. Tomó una manta del perchero y se envolvió en ella. El piso de la mansión estaba frío bajo sus pies descalzos, y el aire tenía ese toque helado que deja la madrugada. A través de los grandes ventanales, la luz de la luna se colaba en haces plateados, proyectando formas danzantes sobre las paredes.
Con paso lento y silencioso, Kil bajó a la sala.
Se dejó caer sobre uno de los silloncitos pequeños, con la manta aún rodeando su cuerpo. El silencio del lugar era casi sagrado. Por un momento, pensó que quizá ahí podría quedarse dormida… solo un rato. Pero entonces, un sonido interrumpió la calma.
¡Pum!
Un libro cayó de una repisa cercana, haciendo eco en el silencio. Kil se sobresaltó, arropándose más con la manta, como si eso pudiera protegerla de lo que fuera que había causado aquel ruido.
—¿Qué…? —murmuró, con el corazón latiendo rápido.
Se acercó con cautela, recogió el libro del suelo y justo cuando lo tuvo entre las manos, sus páginas comenzaron a moverse solas. Pasaron con rapidez, como si algo invisible las buscara… hasta detenerse en una página.
Kil frunció el ceño.
—¿Sauco? —leyó en voz baja, ladeando la cabeza—. ¿Qué?
Era como si el libro le hablara, como si una voz interna —o algo más profundo— le dijera que debía ir a ese lugar. La sensación era extraña.
Crac
Un ruido detrás de ella la hizo girar bruscamente.
—¿¡Kil!? ¿Qué haces a esta hora? —Azul apareció por el pasillo, con una expresión adormilada y un palo de escoba en la mano.
Kil se quedó congelada un momento, hasta que se dio cuenta de la escena. Azul llevaba puesta una bata rosada con estampados de flores medio torcidos, el cabello despeinado y una mascarilla facial mal distribuida.
—Pensé que alguien se estaba robando algo —dijo Azul, alzando su improvisada arma.
Kil no pudo evitar reír bajito, enrollando el libro dentro de la manta para ocultarlo.
—Veo que estás muy bien preparada… —dijo con una sonrisa.
Azul alzó el palo como si fuera una espada.
—¡Obvio! Esta es mi casa. Y si alguien piensa que puede entrar así no más y llevarse mis cosas… está muy equivocado. Además —la miró con ojos entrecerrados—, tú eres mi mejor amiga. Ni un loco va a tocarte estando yo cerca.
Kil rió, agradecida por su presencia.
—Perdón, Azul. No podía dormir… tú sabes, por todo esto.
Azul bajó lentamente el palo y se acercó.
—Sí, lo sé… —respondió, con una voz más suave—. Todo ha sido un caos últimamente. Pero estoy aquí, ¿sí? Si no puedes dormir, ven y me despiertas. No estás sola.
Kil asintió con una sonrisa débil.
Después de hablar un poco más con Azul —nada profundo, solo palabras suaves, risas pequeñas y silencios compartidos—, ambas decidieron volver a dormir. Azul la acompañó hasta las escaleras y, antes de subir, Kil le dedicó una sonrisa tranquila.
—Gracias por bajar... y por no golpearme con ese palo.
—De nada... pero si vuelvo a oír ruidos raros, bajo con una espada —respondió Azul medio en broma, medio en serio, y se despidió.
Kil entró de nuevo a la habitación, dejó el libro sobre la mesita de noche, se acomodó entre las sábanas y, con los ojos cerrados, cayó en un sueño profundo, como si por fin su mente hubiera encontrado un poco de paz.
A la mañana siguiente…
Kil se despertó sintiéndose extrañamente renovada. Después de todo lo que había pasado el día anterior, de alguna forma había dormido… muy bien.
Se levantó sin prisas, fue al baño y se dio una ducha breve. El vapor tibio relajaba sus músculos y aclaraba sus pensamientos. Al salir, con el cabello aún húmedo, abrió las puertas del armario con una expectativa neutral.
Su rostro cambió al instante.
—¿Puros vestidos? —dijo con disgusto, cruzándose de brazos.
Pasó unos segundos mirando las telas brillantes, los corsés, las mangas infladas, los bordados de perlas.
—No.
Se giró con decisión, caminó hacia la mesita del rincón, abrió uno de los cajones y sacó unas tijeras. Las observó por un momento, luego tomó un vestido entre azul marino y negro, lo colgó con firmeza en la puerta del armario, y comenzó a cortar.
Los hilos volaban, las costuras se rompían. Pero eso no era todo: mientras recortaba, pequeños destellos mágicos comenzaban a surgir de sus manos. No era magia común, era su estilo: rebelde, libre, con intención. El vestido cambió de forma. Se hizo más corto en la parte frontal, con aberturas cómodas en los costados, y una espalda con encaje que no estaba antes. Transformó algo rígido en algo que se sentía… suyo.
Ya terminado, se lo colocó. El vestido le quedaba perfecto. Lo combinó con unos zapatos bajos, oscuros y sencillos. Agarró el libro y salió de la habitación.
Los pasillos de la mansión estaban tranquilos. Pero no por mucho.
Cuando pasó por los primeros mayordomos, estos se quedaron pasmados. Uno casi dejó caer una bandeja. Las sirvientas susurraban entre ellas, como si no pudieran creer lo que veían.
—¿En serio está usando eso? —decía una en voz baja.
—¿Eso era un vestido de gala…? —murmuraba otra.
Pero Kil no se inmutó. Caminó con la espalda recta, el libro entre las manos, su mirada al frente. Bajó las escaleras con gracia, y cuando entró al comedor, todos —sí, todos— se detuvieron a mirarla.
La conversación se detuvo por completo.
Kil avanzó y se sentó en una de las sillas con total naturalidad. Miró a los que la rodeaban. Sentía las miradas clavadas en ella, algunas de asombro, otras de desaprobación… y unas pocas de admiración.
Llevó un trozo de pan a su plato, y con el ceño ligeramente fruncido dijo: