Kil se arrodilló en medio de aquel cuarto destrozado. El olor metálico de la sangre aún flotaba en el aire, y las sábanas tiradas al suelo estaban manchadas de rojo oscuro. Sus dedos temblorosos las tomaron con fuerza, apretándolas contra su pecho, como si pudiera detener el dolor que le estallaba dentro.
—Madre… —susurró, tan bajo que su propia voz apenas fue un eco roto en la habitación vacía—. No… no puede ser…
Una mano cálida se posó en su hombro.
Kil giró lentamente, con los ojos llenos de lágrimas, y vio a Isabella. La mirada de ella estaba cargada de dolor, pero también de decisión.
—Buscaremos venganza, Kil… —dijo con firmeza—. Pero… ella sabía de tu madre. Sabía del libro… lo sabía todo.
Kil negó con la cabeza, las lágrimas cayendo sin freno por sus mejillas.
—Entonces... tenemos que encontrarla, ¿no? —su voz temblaba mientras hablaba, mirando a Azul, que seguía parada en la puerta como si no pudiera dar un paso más dentro del lugar donde todo se había quebrado—. Por favor... —sollozó—. Es lo único que tengo… y no me quiero quedar sola otra vez…
Azul no lo dudó. Corrió hacia ella y la abrazó con fuerza, como si con ese gesto pudiera recomponer lo que se había roto en mil pedazos.
—Tranquila, Kil, ¿okey? Estamos contigo —le susurró contra el cabello, con la voz entrecortada por la emoción—. Ella te mandó con nosotras por una razón… y vamos a empezar por ahí.
Se separó solo un poco, tomándola de los hombros con suavidad.
—Siempre dices que tu madre es fuerte e inteligente, ¿verdad?
Kil asintió, respirando más despacio, aunque sus ojos seguían llorando en silencio.
Entonces Isabella intervino, más seria que nunca:
—No puedes quedarte aquí, Kil. Recoge solo lo necesario. Azul y yo te ayudaremos.
Ambas salieron del cuarto dejando a Kil a solas, frente al lugar donde alguna vez se sintió segura.
Su mirada recorrió el desastre. Los muebles rotos, las cortinas rasgadas, el retrato familiar hecho trizas en el suelo… Y por un segundo, creyó oír la voz de su madre entre los susurros del viento.
Pero no había nadie.
Y Kil, con el corazón hecho cenizas, supo que ya nada volvería a ser igual.
Así fue como Kil se mudó con la familia López.
Isabella habló con su esposo y otros familiares, explicándoles la situación con cuidado. Todos comprendieron. Nadie hizo muchas preguntas. Era evidente que Kil cargaba algo más grande que su edad.
Más tarde, ya en la nueva habitación que le habían preparado, Azul doblaba las últimas prendas y las acomodaba en el armario. Kil estaba sentada en la cama, en silencio, con los brazos cruzados sobre sus piernas y la mirada perdida en el suelo.
Azul se giró, se acercó con delicadeza y se sentó a su lado.
—Bueno… no te preocupes, esto es solo temporal —le dijo con una sonrisa que intentaba animar, pero no forzar nada.
Kil levantó la mirada, sus ojos algo hinchados por el llanto, y murmuró bajito:
—Eso espero…
Se levantaron juntas. Azul le ofreció su mano con un gesto tierno, casi como una hermana mayor, y Kil la tomó. Bajaron hacia la sala, donde varios miembros de la familia estaban reunidos. Era como una especie de reunión familiar improvisada, todos los ojos posados en ella, sin juicio, pero con cierta curiosidad.
Kil se detuvo frente a ellos, apretó los libros contra su pecho y tragó saliva. Sentía un nudo en la garganta, una presión en el pecho, como si su corazón temblara al ritmo de sus propios miedos.
—Yo… —dijo, pero la voz se le quebró. Cerró los ojos. Respiró hondo. Y cuando los abrió, su mirada tenía ese brillo que aparece cuando uno está a punto de romperse… o de pelear.
—Necesito que me ayuden a ir al Claro del Saúco.
Abrió los brazos y colocó sobre la mesa dos libros: uno que había rescatado de su antigua casa, y el otro, el que había encontrado en la mansión.
—Creo que… creo que con estos dos libros, y con el diario… podremos llegar hasta allá.
Caminaron a paso rápido por el pasillo hasta llegar a un gran balcón con una mesa de piedra en el centro, donde un enorme mapa reposaba desplegado. El aire olía a madera antigua y a algo eléctrico en el ambiente, como si el destino estuviera a punto de cambiar.
—Bueno, señoritas, por favor —dijo el hombre con tono serio, extendiendo la mano hacia ellas.
Kil y Azul se miraron por un segundo, dudando. Kil bajó la mirada, algo avergonzada.
—El libro… el primero, perdón —susurró Kil mientras lo sacaba con cuidado de su mochila gastada. Se lo entregó con las manos temblorosas.
El hombre lo abrió con rapidez y lo revisó por unos segundos.
—Okey… —murmuró, y dejó el libro a un lado. Con un dedo señaló el mapa—. Estamos aquí —indicó una zona al sur—. Pero si esto es cierto… ellos están aproximadamente en el norte.
Kil sacó el segundo libro y el diario, colocándolos sobre la mesa con movimientos precisos. Los abrió y ordenó.
—Algo raro pasa aquí —murmuró, más para sí misma que para los demás.
El hombre frunció el ceño mientras analizaba las páginas.
—¿Qué sucede? —preguntó Kil, con un nudo en el estómago.
—Los tres documentos… todos señalan que el claro está al norte —explicó él—, pero cada uno describe una ruta distinta. Es como si hubiera más de un camino… y están escritos con una letra muy antigua. ¿No tienes a alguien que sepa leer esto?
Kil negó con la cabeza, sintiéndose inútil por un segundo.
—Espera… —susurró de pronto, con los ojos encendidos por una idea. Se giró rápidamente y allí pareció con Azul en frente de la casa de Miguel
Miguel fue quien abrió, algo sorprendido.
—¿Qué tenemos aquí?
—No hay tiempo —dijo Kil, tomándolo del brazo—. Sí, vamos, te necesito ahora mismo. Es urgente.
—¿Eh? ¿Pero qué pasa?
—¡Solo ven!
Y sin darle más explicaciones, Kil lo arrastró, como si el futuro dependiera de ello.
Ya con Miguel en la sala, él miraba todo con cara de “me metieron en algo raro otra vez”.