Una Luna Creciente

CAPÍTULO 20

Kil

Dormimos con frío, pero al menos con un techo encima… uno viejo, cubierto por ramas, humedad y musgo.
La luz del sol, colándose tímidamente por una ventana rota, me despertó. Parpadeé un par de veces y luego me incorporé.

—Vamos chicos, levántense —murmuré, empujando suavemente a los que aún dormían.
—Cinco minutos más... —se quejó Miguel con flojera, tapándose la cara.
—Bueno, te dejamos —dije divertida, dándome la vuelta.

Eso bastó. Se despertó de un solo golpe.
—¡Ok, ok, vamos! —dijo entre risas nerviosas, mientras se ponía de pie.
—Tan fácil asustarlo —comentó Mateo con una sonrisa cansada.

Poco a poco todos fuimos levantándonos, despidiéndonos de esa casa media derrumbada por la naturaleza.

—Bueno, ya sabemos dónde quedarnos si volvemos —dijo Mateo caminando con las manos en los bolsillos.

Asentimos con la cabeza. Yo saqué el mapa y lo abrí cuidadosamente.

—Por lo que veo... ya casi estamos cerca —comenté, señalando una parte marcada en tinta.
Azul vino a mi lado, mirando el mapa conmigo.

—Gracias a la luna —susurró, cerrando los ojos un momento.
Guardé el mapa con algo de inquietud en el pecho. “Espero que esto me dé respuestas de mi madre”, pensé.

Justo en ese momento, alguien tocó mi hombro.
—Y dime... ¿cómo se conocieron? —preguntó Miguel, mirándome con curiosidad.

Mateo bufó detrás de él.
—¿Por qué quieres saber, llorón? —dijo con ese tono amargado que usaba cuando estaba incómodo.

—Vamos, ustedes son de la realeza y ella... solo es una chica de ciudad. Sus padres manejan la cuidad... no sé, No entiendo cómo pasó que esten con ella—dijo Miguel, realmente intrigado.

Azul dio un paso al frente, sin molestarse.
—Bueno... la forma en que nos conocimos fue algo graciosa —respondió sonriendo.
Yo asentí, cruzándome de brazos.
—Sí, Miguel... y quita la mano —dije mientras él retiraba su mano de mi hombro.

—Te cuento —dije con tono ligero, aunque algo dentro de mí sabía que no era tan simple.
Mateo, mientras tanto, seguía en silencio.

𝘏𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢

Cuando los conocí, aún era una niña. Traviesa, curiosa y con una libertad que a veces rayaba en el descaro. Mi madre, Aldara, me dejaba hacer prácticamente lo que quisiera, y yo aprovechaba cada oportunidad para explorar los rincones de la ciudad sin que nadie me notara. Solía perderme entre los puestos del Mercado Hiel, ese lugar donde se mezclaban los aromas dulces con los gritos de los comerciantes nobles. Allí, la alta realeza hacía sus compras como si fueran simples mortales, y yo, invisible para todos, me movía como un pequeño espectro hambriento.

Aquel día llevaba un vestido negro con detalles marrón, ya manchado por el lodo. Tenía el cabello revuelto, las mejillas sucias y los pies adoloridos de tanto correr. Pasé por un puesto donde un vendedor acomodaba manzanas relucientes, casi como si brillaran con magia propia. Sin pensarlo dos veces, me escabullí entre los curiosos, tomé una y le di una mordida rápida, escondiéndome entre la multitud.

Pero entonces escuché una voz , alegre, casi cantarina:

—¡Señorita Isabella! ¿Cómo está? ¿Lista para el concurso de postres? —dijo un señor elegante, con una gran sonrisa.

—Vamos, Robert, este año ganaré. Ya lo verás —respondió la mujer con entusiasmo. Su risa era cálida, segura. Luego miró hacia el comerciante—. ¿Quiere probar un poco?

—Por supuesto. Por favor, déjelo en el plato, ya le traigo lo que me encargó —respondió el hombre con cortesía, antes de alejarse.

Yo me quedé quieta, mirando ese postre como si fuese un tesoro sagrado. Jamás en mi vida había probado uno. Ni siquiera sabía qué sabor tenía algo tan hermoso. Era como una joya esponjosa decorada con frutas brillantes y crema. Cuando vi que Isabella se giró para hablar con alguien, no pude resistir. Me acerqué, con el corazón latiéndome en los oídos, y lo tomé entre mis manos.

—¡Eh, oye! ¡Eso no es tuyo! —escuché una voz de niña. Me volteé y la vi: era un poco más alta que yo, de piel clara, cabello recogido y un vestido que denotaba su clase. Venía directo hacia mí.

Asustada, eché a correr. Me metí entre los puestos, esquivando adultos, hasta que creí haberla perdido. Me escondí detrás de unos cajones y, sin pensarlo, me senté en el suelo. Tenía el postre todavía en las manos. Lo observé por un segundo… y luego lo devoré como si no hubiera un mañana.

Entonces alguien se paró frente a mí. Levanté la mirada. Era ella.

—Oye… si tienes hambre, dilo. Pero no robes —me dijo, cruzando los brazos.

Bajé la vista, apenada.

—Perdón… Tenía hambre —murmuré.

La niña me miró con una mezcla de firmeza y compasión. Luego suspiró, se agachó frente a mí y metió la mano en el pequeño bolsillo de su abrigo.

—Sí, pero no tienes que robar. Toma —dijo, extendiéndome un pan envuelto en un pañuelo blanco.

Lo tomé con las dos manos, con una mezcla de sorpresa y gratitud.

—¡Muchas gracias! —sonreí, genuinamente feliz.

Ella se sonrojó, y desvió un poco la mirada, riendo bajito.

—E-en… no es nada…

De pronto, una voz masculina se escuchó detrás de nosotras.

—¿Saben que es prohibido estar aquí? —repitió el niño, frunciendo el ceño mientras las miraba desde su altura.

Ambas niñas se quedaron en silencio. Azul bajó la mirada, un poco avergonzada, y yo apreté el pan contra mi pecho, como si eso pudiera protegerme.

—Lo siento... —dije en voz baja, temiendo que nos hiciera algo o avisara a un guardia.

El niño las observó con más atención. Tenía el cabello despeinado, una chaqueta elegante a medio abotonar y botas que indicaban que venía de una familia importante. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos: traviesos, curiosos, brillantes. Algo en él no parecía querer meternos en problemas.

—¿Tú... fuiste la que robó el postre? —preguntó, mirando la servilleta manchada de crema que aún tenía en la mano.



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Editado: 29.08.2025

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