Aldara
Sentí... que no estaba donde antes. Había algo suave debajo de mí, cálido pero fresco a la vez. No quise abrir los ojos al principio, no quería salir de esa paz extraña, pero lo hice.
—¿Eh...? —susurré con voz ronca.
Parpadeé varias veces mientras mis ojos se adaptaban a la luz tenue del lugar. Estaba en una habitación amplia, elegante, y sorprendentemente tranquila. A mi alrededor, las paredes eran blancas, decoradas con suaves cortinas que se movían con la brisa helada que se colaba por las rendijas. El ambiente tenía un olor limpio, casi medicinal, y me di cuenta de que estaba acostada en una gran cama cubierta por sábanas blancas. Noté que tenía vendas alrededor del torso... y algunas estaban manchadas con sangre seca.
Intenté incorporarme, confundida, pero una voz profunda y firme me detuvo:
—Por favor... no te levantes aún.
Me giré con dificultad hacia la voz, y entonces lo vi. Sentado en una silla junto a la cama, con el rostro serio pero con una mirada que mezclaba preocupación y alivio... estaba el Rey Alejandro.
—S-su Majestad… —solo por verlo, intenté incorporarme lo más que pude, aunque mi cuerpo temblaba.
—No, no. Tranquila —dijo enseguida, con una voz tan suave que parecía querer envolverme.
Lo vi levantarse de la silla y acercarse con paso firme pero lento. Me tomó suavemente de los hombros, con una delicadeza que no esperaba de alguien como él… y me recostó otra vez.
—Tienes que descansar de verdad —insistió, esta vez con una mirada firme, pero… no dura. Como si de verdad le importara.
Lo miré en silencio.
Su rostro se notaba cansado… pero no dejaba de observarme.
Y yo… no entendía nada.
—¿C-cómo llegué aquí? —pregunté al fin, sin poder evitar que mi voz sonara débil.
Él suspiró, largo, como si el peso del mundo le presionara el pecho. Luego se sentó a un lado de la cama, sin decir nada al principio.
—Estábas en el palacio… de mi tío Esteban —murmuró al fin, con la voz apagada, como si le costara nombrarlo.
Después, juntó sus manos con fuerza, y bajó la mirada.
—Ese… bastardo… —susurró entre dientes—. Te juro que…
Cerró los ojos, con rabia contenida. Pero antes de que pudiera decir más, algo dentro de mí se estremeció.
—¡Kil! ¡Kil! ¡Kil! —grité con desesperación, intentando levantarme de nuevo, pero el dolor me punzó en todo el cuerpo y la cabeza me dio vueltas.
—Ey… Ey… —me detuvo con suavidad, tomándome por los hombros.
Me obligó a mirarlo. Sus ojos me buscaron con firmeza, como si desde allí pudiera devolverme la calma.
—Ella está bien… —dijo con la voz grave, pero cálida. Tan real… tan segura… que dolía más.
Y entonces no pude contenerlo.
Las lágrimas comenzaron a caer sin control, quemando mis mejillas. No era un llanto cualquiera… era un desahogo crudo, herido, de esos que uno no puede disimular.
Sentí que me doblaba por dentro. Todo lo que había visto. Todo lo que me hicieron. Todo lo que aún no sabía. Y la imagen de Kil… flotando en mi mente como una niña que no debió estar ahí… Sola, pequeña, Mi niña.
Él me abrazó, No fuerte, no con lástima.
Me abrazó con suavidad… como si supiera exactamente cuánto dolía, cuánto aguanté… y cuánto más ya no podía.
Sus brazos me rodearon con una calma que me rompió por dentro. Y sin decir nada… se quedó allí. Sosteniéndome. Dejándome llorar en su pecho.
Entonces, con la voz entrecortada, comencé a explicarle todo lo que me había pasado… cómo nos atraparon, cómo traté de protegerla, y cómo al final sentí que no era suficiente. Mis palabras salían como suspiros rotos, y mientras hablaba, mi mirada se fue perdiendo en un rincón de la habitación.
—Eso fue todo… —susurré al final, mirando a un lado, con un nudo en la garganta—. Pude hacer más… pero…
No terminé la frase. Sentí su mano cálida tomando la mía con cuidado, como si temiera romperme más de lo que ya estaba.
—Sé que le prometiste a mi padre que no harías más daño —dijo con una voz baja pero firme, como si también contuviera lágrimas—. Y cumpliste con eso. Él estaría… estaría orgulloso de ti.
Cerré los ojos con fuerza y me relamí los labios, como buscando valor en un gesto tan simple. Luego lo miré con desesperación y un susurro apenas audible se escapó de mis labios:
—Ayúdame… por favor… Su Majestad…
Él bajó la mirada a mi mano, aún temblorosa, y después a mis ojos. No dijo nada por un instante, solo me sostuvo el rostro con ambas manos con una ternura que dolía.
—Cualquier cosa… por una amiga de mi padre —susurró con una leve sonrisa rota, mientras sus ojos brillaban con una promesa silenciosa.
Palacio del Duque Esteban — Sala de Guerra
Las antorchas parpadeaban en las paredes de piedra mientras el aire olía a humedad y rabia contenida. Esteban estaba de pie, con las manos tras la espalda, mirando un mapa extendido sobre la mesa. La sala estaba silenciosa hasta que un soldado entró corriendo, jadeando.
—¿Qué sucede? —preguntó Esteban sin voltear.
—S-señor… Aldara… la prisionera… ya no está.
El mundo pareció detenerse por un instante. Esteban lentamente giró el rostro, sus ojos oscurecidos como una tormenta contenida.
—¿Qué dijiste? —susurró, pero la tensión en su voz era más peligrosa que un grito.
—D-desapareció, mi señor. Nadie vio nada… La sala estaba sellada, pero… cuando entramos, el agua estaba revuelta y ella… se había ido.
Esteban se quedó en silencio por unos segundos. Cerró los ojos, como si intentara contener un volcán interno. Luego su puño golpeó la mesa con tal fuerza que partió un extremo de la madera. Las piezas del mapa volaron al suelo.
—¡¡¡INÚTILES!!! —rugió como una bestia herida, lanzando todo lo que tenía cerca. Vasijas, pergaminos, una lámpara. Todo estalló contra las paredes.
—¡¿Cómo se les puede escapar una simple mujer?! —gritó mientras caminaba como fiera enjaulada, con los ojos inyectados en furia.