Una luz de colores

Capítulo 3: Jennifer

—¿Tuviste una entrevista improvisada en la que prácticamente lo incitaste a eso sin saber quien era el hombre y a que se dedicaba? —pregunta Ragnar, desconcertado.

Me encojo de hombros.

—Sí. Parecía decente. Fue amable y un caballero. Sin embargo, no creo que me llame después que me quité los zapatos a la mitad de la entrevista.

Le doy un trago a mi refresco esperando que Ragnar salga de su asombro antes mis actitudes.

Él y yo no tuvimos tiempo de conocernos realmente bien y pasar mucho tiempo juntos, pues apenas estuvo un año viviendo en Londres con Sophie y Luke antes de mudarse a París, luego de eso apenas nos veíamos, y muchas veces Sophie y yo nos veíamos con los niños sin su esposo, quien prefería pasar tiempo con su suegro o su cuñado estando en Londres antes que con un grupo de mujeres.

En este tiempo me ha conocido mejor y ha comprobado que de dama no tengo mucho.

—No dejas de sorprenderme. Tyler y Sophie me contaron anécdotas sobre ti. Pensaba que exageraban y ya veo que no.

—Oye, soy como soy y punto. En mi antiguo trabajo les daba igual lo que hiciera con mi trasero mientras trabajara con responsabilidad y eso hacía.

—¿Al final sabes quién es el hombre que abordaste en su casa? —pregunta Sophie entrando en la sala con una taza de té en la mano.

—Sí, me dijo su nombre antes de irme y lo busqué en Google. Se llama Tucker Allan, es…

—Un empresario gastronómico que tiene una cadena de restaurantes alrededor del mundo. Tiene dos restaurantes aquí en París, uno en Turquía, otro en Roma y creo que abrió uno en Israel.

Enarco una ceja.

—Sí, exacto—expreso—. Los restaurantes Allan.

—Imposible conseguir una reservación en uno de esos restaurantes, aquí en París también—dice Sophie—. No sé en los otros lugares.

—En Roma también. Fui alguna vez gracias a mi amigo chef y sus contactos. La comida es buena, de primera calidad y sirven un vino exquisito.

Suelto un silbido.

—Qué suerte que pudiste darte ese gusto. Yo tendría que vender un riñón y un par de óvulos para pagar un plato de ahí. Y ni siquiera estoy segura de que mis óvulos valgan algo a esta edad.

Sophie se sienta en las piernas de su esposo riendo.

—No tiene los precios tan elevados.

Me pongo de pie.

—Chicos, yo compro en ofertas y tiendas de segunda mano. Mis ahorros los gasté comprando un pequeño departamento en Londres y haciendo el viaje hasta aquí. Lo que me queda es para sobrevivir—apoyo el vaso sobre la mesa—. Si no fuera por ustedes, estaría pidiendo limosna a la orilla de la Torre Eiffel.

—Eres una exagerada. Suerte para ti te conozco.

Me encojo de hombros.

—¿Dónde está el Ragnar mayor?

—Mi padre el hospital de guardia. Ese hombre no aprende más. Ya debe estar por llegar y por suerte en dos meses se retira.

—Me cae bien—bostezo—. Me iré a dormir. Tal vez mañana me despierte con el pie derecho y consiga un trabajo, de lo contrario tendré que regresar a Londres y enfrentar a mi madre.

Camino hasta las escaleras, antes de subir los observo con una sonrisa. Los dos son muy tiernos y están tan enamorados que dan celos de los buenos.

Pensar que Sophie huyó de París embarazada creyendo que Ragnar la había engañado y él perdió cuatro años de la vida de su hijo por causa de la ex asistente homicida que borró el correo de mi amiga avisándole del nacimiento de Luke. Lograron solucionar las cosas, aclarar los malos entendidos y hoy están casados, felices y enamorados criando a sus dos hijos.

Me he pasado toda mi vida huyendo de las relaciones y de los niños. Evitaba ir babyshowers y cumpleaños por causa de un pequeño error que cometí a los veinte años.

Luego conocí a un error llamado Adrien y pensé que podía dejar mis errores pasados atrás y comenzar a establecerme y buscar mi propia familia. Es obvio que eso no pasó ni pasará pronto, si es que algún día sucede.

Paso por la habitación de Madison, la bebé duerme profundamente en su cuna, así que le doy un beso y busco a Luke en su habitación, a quien encuentro sentado en la cama leyendo con los dos gatos encima de él.

Él alza la mirada y sonríe.

—Hola, tía Jen.

—Hola, hombrecito.

Rueda los ojos. Odia los sobrenombres. Desde chiquito nos decía que su nombre es Luke y se enojaba.

—Todos tenemos un nombre por algo.

Suelto una carcajada.

—Es cierto. El mío es Jennifer y me dicen Jen.

—Yo me llamo Luke y quiero que me digan Luke.

—Está bien, Luke. Quería darte el beso de las buenas noches. Ya no necesitas que te lea cuentos porque puedes hacerlo tú solo.

—Tengo casi diez años.

Alboroto su cabello y él se queja.




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