Gareth
—¡Si vuelvo a verte por aquí te haré lo mismo que le hiciste a esa chica, pedazo de infeliz!
Ruedo sobre la vereda y se oyen los aplausos provenientes del interior del bar antes de que el dueño selle su número heróico con un portazo. Apoyo las manos en la acera con la intención de levantarme, pero me detengo al preguntarme para qué.
¿Tengo algo mejor que hacer que yacer en medio de quién sabe dónde y contemplar la miseria que llevo de vida? Lo medito por un segundo antes de dar media vuelta para estar sobre mi espalda, de cara al cielo.
—Otra hermosa noche de mierda. —Suspiro.
Estoy en la misma posición en la que los niños se tiran en la nieve para hacer figuras de ángeles. Siempre me pareció curioso que jamás las llamasen «de demonios». Claro que le quita lo bonito, pero en sentido estricto, también deberían poder nombrarse así.
Después de todo, Lucifer, Azazel y Semyazza son ángeles caídos, por ejemplo.
Tal vez soy como ellos. Es decir, lo tenía todo: mi carrera había alcanzado los cielos y amaba lo que hacía, tenía un mejor amigo aparentemente incondicional, una novia atractiva que me quería, una familia algo disfuncional —pero una al fin—, fans, fama y dinero. Sentía que Dios me estaba dando una tonelada de galletas por buena conducta, pero, tal como le pasó a mis amigos Luci, Aza y Semy, metí la pata.
Hasta el fondo.
Ahora soy un ángel caído. Según las noticias y el trending topic de Twitter, un #Demonio. Ese es el sustantivo más amable que han usado.
Los adjetivos es mejor ni leerlos.
O, tal vez, solo soy un idiota tirado a medio metro de la calle comparándose con criaturas de dudosa existencia. A veces quiero retroceder el tiempo para no haber salido del coche esa noche. El pensamiento, por más breve que sea, me hace creer que merezco todo lo malo que me pasa.
Flexiono un brazo bajo mi cabeza para usarlo como almohada. Con la contaminación lumínica no puedo ver demasiadas estrellas, pero ahí están: Osa Mayor, Osa Menor y Draco, el dragón. Los cerebritos que le dieron sus nombres estaban bastante ciegos a mi parecer, así que no sé cómo las vieron para empezar. La Osa Mayor parece un puercoespín con una antena de radio en la espalda, la Menor un espermatozoide de mínima longitud y Draco, para envidia del anterior, uno largo. De seguro las nombraron después de emborracharse, felices al creer que pasarían a la historia por sus hallazgos.
Yo también pasé a la historia, aunque no me recordarán como un tipo que contribuyó a la astronomía o siquiera a una buena causa. Seré uno de los villanos. Estaré con los presidentes corruptos y los asesinos. Los niños harán cartulinas para exponer en la escuela tituladas «Gar Glance, de ídolo a repudio nacional».
En el intento de dejar de pensar en mi pecaminosa realidad, saco el teléfono y las llaves de mi bolsillo. El reloj digital marca casi la medianoche y sonrío un poco al recibir un mensaje de la única persona que no bloqueó mi número hasta ahora.
De: Tam
Recuerda pedir tu deseo a las 00:00, Gar-gar.
Para: Tam
Vete a dormir antes de que mamá te haga desear no haber nacido, Tam-tam.
Cuando creo que ya pasé suficiente tiempo de calidad con el piso, me incorporo. Gruño y maldigo al hacerlo. El dueño del bar, a pesar de ser más viejo que la bandera, aún conserva sus fuerzas. Me estampó contra una de las paredes antes de darme una patada en el trasero y expulsarme. No es la primera vez que sucede. En las últimas semanas me han echado de al menos tres bares y dos baños públicos, por no contar el parque.
Las mamás estaban rabiosas. Una me lanzó la pelota de fútbol de su hijo en la frente.
De: Tam
No es como si ya no lo deseara. Te quiero.
Guardo el móvil tras contestarle un «Yo también», ignorando la primera parte del mensaje. El consuelo que puedas darle a una persona es inagotable, pero su efecto no lo es. Nada de lo que diga cambiará su realidad.
En posición vertical, cruzo la calle para llegar a la motocicleta. Es una Victory Kingpin azul. No tengo ni la menor idea de estas cosas, solo sé conducirlas y distinguirlas de los coches porque tienen menos ruedas, hasta ahí llega mi conocimiento. Fue mi padre, que en paz descanse aunque lo más probable es que esté tomando una cerveza fría con los ángeles caídos, el que toda la vida me dijo que debía conducir una de esta marca. Así que el primer día que cobré mi primer millón, hace tres años, fui a la concesionaria por una.
—Me pregunto cómo me aconsejarías seguir si estuvieras aquí —digo a papá al mirar las alturas, aunque puede que esté en el inframundo—. «Junta tu mierda y endereza tu vida, Gareth» o «Deja que los demás pisen tu mierda y lárgate para cagarla en otro lado». Tus consejos de ebrio eran fabulosos, también poéticos.
Bajo la moto de la vereda y estoy a punto de subirme cuando oigo a alguien gritar.
—¡¿Cómo que no puede enviarme un taxi?! —Una chica cierra la puerta de una casa al otro lado de la calle, cerca del bar donde estaba—. ¡No, no me pida disculpas! ¡Explíqueme por qué una agencia de taxis no tiene taxis! Pésimo servicio, ¡una estrella! —espeta enojada al teléfono, echando las correas de su bolso sobre el hombro izquierdo y las de una pañalera sobre el derecho—. Y le doy esa estrella solo por consideración, ¿queda cla...? —Hace una pausa para oír lo que dicen a través de la línea—. ¡¿Que me calme?! ¿Quiere que me calme? Retiro lo dicho, no le doy ninguna estrella. Buenas noches para usted también, ¡gracias por absolutamente nada! —Cuelga.
Me rasco detrás de la oreja y silbo, entretenido. Me alegra, aunque no debería, saber que no soy el único con problemas.
Arroja el aparato dentro del bolso del bebé mientras baja apresurada las escaleras del pórtico y mira de lado a lado, desesperada por un aventón.