Londres, periodo entre 1802 y 1803.
La tragedia de aquel día oscurecido por las mismas nubes que ocasionaron tal lluvia torrencial, marcó un antes y un después para los Collins, pues pronto nadie que proviniera del exterior a la familia se dio por enterado de lo sucedido sino hasta meses más tarde.
Los condes no volvieron a salir a la sociedad por estar inmersos en la culpa con la que cargaban desde lo acontecido, y su preocupación por la señorita Collins les impedía estar pendientes de otros asuntos que no fuese su pequeña, quien no sólo había perdido la vista, sino que también tuvieron que negociar con el médico para que viajara en varias ocasiones con el objetivo de realizar una rehabilitación, apenas se percataron que la caída fue tal que Casandra lloraba por el dolor que se presentó tanto en sus piernas como en sus brazos, a tal punto que ni siquiera podía mover un músculo.
Agatha, que siempre había sido una mujer que le gustaba tener el control para que todo saliera como debía de ser, le habían comenzado a fallar los nervios al no saber cómo recuperar a la niña que había perdido, pues Casandra había dejado de brillar en su alegría misma, sin querer comer, hablar o siquiera escuchar las historias que la Sra. Smith le leía para fomentar la concentración y así sacar algunas conclusiones de ello. Ya no sabía qué hacer con su hija, pues era ella, la condesa, quien siempre había dado los castigos cuando se debía, la que era más estricta en cuanto a la realización de las tareas y la que siempre había procurado en que su solcito se convirtiese en una dama que pudiese aspirar un futuro próspero. Nunca había sido la madre divertida, eso era tarea del conde, pero ahora vivía preocupada a tal punto en que, cuando notaba que Casandra ya no respondía a las lecciones sobre lectura, permitía dejarla para más tarde argumentando que podría estar cansada por los ejercicios que el médico le había obligado a realizar para recuperar la movilidad.
—Mi señora, tal pretexto lo he escuchado hace dos días y creo recordar que el doctor volverá recién mañana por la tarde —dijo la Sra. Smith con seriedad, quitándose las gafas que suele utilizar para las lecturas—. La señorita Collins debería por lo menos intentarlo, eso le ayudaría a distraerse ahora que bueno, ya no puede leer por sí misma.
—¿Qué fue lo que ha dicho? —el tono severo de la condesa hizo palidecer a la institutriz, pero no pudo explicarse cuando Lady Collins la reprendió con enfado—No le consiento que contradiga mis órdenes porque, en primer lugar, se trata de mi hija y, en segundo lugar, usted sólo es la institutriz que debe acatar las órdenes de quién la contrató, ¿quedó claro?
—Sí, mi lady. Disculpe mi imprudencia —la mujer dio una reverencia tanto a la condesa como a la niña, que mantenía la cabeza agachada con una expresión que le hizo sentir todavía más culpable. Si bien era una mujer sumamente estricta con la educación, eso no significaba que quisiera ver a Casandra tan deprimida como lo ha estado desde que descubrió que nada sería igual que antes.
—Váyase de mi vista —ordenó todavía enfadada por el descaro de la institutriz—. Por hoy no requerimos de usted —en cuanto la Sra. Smith se marchó, Agatha tomó un respiro y se sentó junto a la niña, levantándole la cabeza para acomodar sus rizos dorados tras las orejas—. Ya está, querida. Hoy descansarás de las lecciones.
Entonces Casandra empezó a sollozar, asustando a la condesa que de inmediato empezó a mirarle el cuerpo en busca de alguna dolencia.
—¿Qué te duele, Cassie? —preguntó alarmada.
—Mamá, ella tiene razón —el dolor reflejado en la voz infantil causó una opresión en el corazón de la condesa—. No puedo leer, tropiezo con todo y ya no puedo jugar como antes porque no puedo ver, ¡no puedo ver nada! —el llanto fue todavía más fuerte, más desgarrador, tanto que los ojos de la condesa se llenaron de lágrimas— ¡Me quiero morir, mami!
Agatha la abrazó con fuerza, meciéndola como si fuese todavía una bebé, incapaz de imaginarse que la alegría de su vida estuviese consumiéndose como lo estaba ahora. Casandra aún era muy joven, una pequeña que tenía una vida por delante, ¿pero, qué vida podría tener?
Tenía miedo. Tenía mucho miedo porque si ya de por sí la vida para una mujer era muy difícil, lo sería todavía más para alguien con las dificultades de su niña.
—Todo estará bien, cariño —le susurró tragándose las lágrimas. No podía llorar porque eso solo la asustaría y probablemente se sintiera culpable, algo que la condesa quería evitar. Le acarició la espalda y su cabello, susurrándole palabras de aliento que iban calmando poco a poco a la criatura—. Tus padres están contigo al igual que tus abuelos, ¿si recuerdas que prometieron venir en un mes sólo para consentirte? Nos tienes a todos contigo, así que no hay nada que temer.
—No los podré ver —susurró angustiada, aun escondida en el pecho de su madre—. Además, la abuela Helen y el abuelo Theo nunca están demasiado tiempo aquí, la última vez dijeron que seré una carga, ¿eso soy, mamá? —Agatha le exigió que no volviera a pensar en eso nunca más a lo que la niña suspiró con tristeza—. Me gusta más mi abuelita Emilie.
La condesa lo sabía. Su suegra, la anterior Condesa de Pembroke, Emilie Collins, siempre había sido una mujer comprensiva que nunca la culpó por su falta de fertilidad, e incluso le ha dado todo su apoyo los primeros años cuando la incomodidad del cortejo con Frederick estaba a la orden del día. Era una mujer amable que adoraba a su única nieta con todo el corazón, pero como se había mudado a las costas de Inglaterra, tardaba bastante en viajar por lo que sólo había podido visitar a Casandra un par de veces desde el accidente. En cambio, sus padres, los Condes de Jersey, Helen y Theo Howard, no eran los abuelos más cariñosos del mundo, si es que podría decirse así.
#171 en Otros
#20 en Novela histórica
#637 en Novela romántica
romance prohibido, cartasdeamor, aristocracia nobles y caballeros
Editado: 04.10.2025