Una Luz para Almas Peculiares (prejuicios #2)

CAPÍTULO 3

Londres, 1804.

Los meses pasaron al igual que el año y, para cuando la temporada de 1804 había iniciado, Casandra ya reconocía por completo su habitación y algunos lugares de la casa, tanto así que se caía con menos frecuencia. Incluso, y por mérito a sus padres que nunca se rindieron en buscar un buen médico que le ayudase con la recuperación, ya podía mover sus pies sin enredarse, dar saltos como antes y su semblante mejoraba con el pasar de los días, mostrando así una gran sonrisa que parecía haber perdido aquel fatídico día.

Esos días eran buenos, pero claro estaba que también existían los días malos, como aquellos donde por accidente movían algún mueble que le hacía caer si tropezaba con él o escuchaba por allí que tal vez nunca recuperaría la vista, lo que le traía pensamientos que ya no podría admirar los paisajes, ver a las mariposas o siquiera leer algún cuento absurdo que la Sra. Smith le exigía, los cuales nunca pensó que extrañaría sino hasta ahora que, para su tortura, debía de oírlos para deducir de qué trataban.

Eran días donde Casandra no soportaba nada ni a nadie, donde sentía que sería un estorbo continuo y donde se preocupaba porque las tinieblas la invadiesen tanto, porque por culpa de dicha oscuridad hallada en sus ojos, es que ni siquiera podía comer por sí misma sin que cayese un poco de comida por fuera del plato.

—Está bien, señorita —le murmuró Agnes con dulzura, su doncella que más parecía ser su niñera, en cuanto un poco de sopa cayó sobre el mantel. Luego la sintió limpiarle la comisura de los labios—. Ya está, ahora coma un poco más.

—Casandra, come —ordenó su madre cuando la niña se negó a recibir la comida. Frederick observó la escena en absoluto silencio, sabiendo que Agatha estaba haciendo un gran esfuerzo por no enfadarse por las faltas de modales de la pequeña, pues si Cassie ya era de por sí mala para comportarse en la mesa, ahora le era el doble de difícil, tanto así que Agnes debía acompañarlos sí o sí para ayudarle a comer.

—Me da vergüenza, mamá —explicó Cassie con las mejillas rojas. La condesa suspiró.

—Sólo estamos tu padre, Agnes y yo —dijo entonces—. Así que come con confianza, poco a poco irás mejorando en tus modales.

Así, como si esa frase hubiera sido un ultimátum, la niña aceptó con resignación terminarse la sopa.

Y así pasaban los días, entre risas infantiles que parecían recuperar su alegría perdida, hasta la incomodidad, vergüenza y el enfado por no poder hacer algo que normalmente si hubiese hecho.

Y Casandra, aunque no lo deseaba, a veces detestaba a Dios por no devolverle sus ojos…

Por suerte, esa tarde su ánimo había mejorado considerablemente, pues la Sra. Smith se tomó la libertad de enseñarle a reconocer cada tecla del piano, así como a reforzar su canto, algo que la terminó por entusiasmar a tal grado que Casandra, una vez haber terminado su clase, salió caminando por el pasillo con sus manos extendidas mientras tarareaba la melodía recién aprendida.

De pronto, se sintió observada. Suspiró aburrida sabiendo que eran los mismos sirvientes, pues desde el accidente, todos en la casa, desde sus padres hasta el trabajador de menor rango, vigilaban sus pasos fuese a donde fuese, sobre todo desde que había vuelto a caminar sin ayuda. Le gustaba la atención obtenida hacia su persona, pero a veces resultaba ser asfixiante.

—Hola, buenas tardes —saludó con una sonrisa educada.

—Buenas tardes, señorita Collins —un par de criadas, que estaban acomodando unos floreros del pasillo, correspondieron al saludo en lo que veían si no había nada en el camino que pudiera entorpecer a la pequeña. Pronto se preocuparon cuando la notaron cerca de la escalera, pero, por suerte, el ayuda de cámara del conde subía por esta misma.

—Señorita Collins, ¿le ayudo a bajar? —preguntó amablemente el muchacho al ver a la niña.

—No, muchas gracias. Puedo bajar por mí misma —respondió ella toqueteando la pared hasta encontrar la baranda de la escalera, de la que se aferró con ambas manos para poder descender con cuidado. Aun así y pese a su negatividad, el joven estuvo cerca en caso de cualquier cosa, recibiendo un agradecimiento por parte de la doncella de la niña, que se había espantado al ver a Casandra en las escaleras sin esperar a que la fuera a buscar— Pero le dije que yo podía sola —se quejó la niña en cuanto el joven volvió al segundo piso.

—No te enfades con él —le regañó Agnes con la confianza de haberla cuidado desde que la niña había nacido—. Debes esperar a que alguien vaya por ti, ¿entendido? A la condesa no le gustará saber que has hecho esto.

—Pero no le dirás, ¿cierto? Además, que yo recuerde no estaba sola —pestañeó con descaro en lo que sonreía como quien había hecho una travesura que sólo hizo reír a la mujer.

—Bien, será un secreto, pero finge que esto nunca pasó —le concedió Agnes a lo que Casandra accedió de inmediato—. Ahora vamos a tomar aire fresco, el día está agradable.

Llevándola de la mano, ambas caminaron en dirección al jardín cuando una discusión se escuchó en el salón donde su madre suele tomar el té y donde su padre acostumbraba a dormir su siesta en el sillón junto a la cálida chimenea. Casandra se detuvo abruptamente, dejándose llevar por la curiosidad pese a que Agnes le insistía que no era de damas el escuchar conversaciones ajenas.




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