El Sr. Chapman había sido criado por sus tíos, los Barones Churchill, lo que le permitió completar sus estudios y hacer crecer una pequeña fortuna que, a lo largo de los años, logró una envidiable cantidad que lo convirtió en un hombre que no debía preocuparse por el dinero, pues tenía tanto o más que alguien perteneciente a la nobleza.
Gracias a dicha educación y por influencia de sus propios tíos, es que conoció a Frederick cuando aún eran jóvenes y ninguno todavía contraía matrimonio, estableciendo una amistad que perduraría con el pasar de los años pese a las largas distancias que los separaban. Es por esto que el Sr. Chapman se había alegrado de sobremanera darse cuenta que Frederick se enteró sobre su llegada a Londres —pues habían viajado para visitar a los viejos Barones de Churchill quienes, pese a no poder moverse como antes, seguían negándose a vivir en un lugar más tranquilo que la agitada ciudad—, por lo que se apartó de su familia para leer la carta que el mayordomo le había entregado y que requería ser respondida lo más pronto posible.
Leyó con tranquilidad hasta que notó que las cosas no parecían estar yendo muy bien. Es más, tuvo que volver a repasar la carta sólo para percatarse que no lo había malinterpretado y que Frederick requería la presencia de su hijo en su residencia.
—¿Y ahora qué hizo este muchacho? —masculló temiendo que, en menos de cuarenta y ocho horas de su llegada a Londres, su hijo hubiese cometido alguna atrocidad de la que su respetable amigo se había enterado.
Los Chapman eran una familia muy acomodada. Gustaban de asistir a la Santa Iglesia y colaborar con la caridad, principalmente con personas que requerían cuidados médicos, siendo la Sra. Chapman quien asistía continuamente a los albergues para ayudar en la cocina. Todos tenían algo qué hacer con sus vidas: ellos ayudaban a los más necesitados, su hija Eleonor se preparaba para convertirse en novicia y seguir el camino de Dios, y su pequeña Lucy, a los trece, había ingresado a la escuela de señoritas para convertirse en una dama de sociedad, sin embargo, John era otro asunto.
Era un muchacho callado y tan reservado que nunca revelaba hacia dónde se dirigía cada vez que desaparecía, por lo que era él quien discutía con John para intentar corregirlo de sus andanzas a bares de mala muerte donde, de seguro, realizaba apuestas. Pese a que John insistía en que no era un apostador, no podía evitar creerlo cuando salía y regresaba a altas horas de la noche como si fuera un ladrón que se escabulle por la casa.
John ocultaba algo. De eso estaba seguro.
Sólo esperaba que no se metiera en graves problemas, porque si bien era un hombre callado, también era un hermano que se preocupaba y prestaba atención a sus hermanas cuando estas lo buscaban incluso si el asunto era una nimiedad.
Al día siguiente, en cuanto logró convencerlo de acompañarlo a dicha visita y de haber llegado a la residencia de los Collins, fueron recibidos por el Conde de Pembroke, quien saludó con alegría a su buen amigo con palmadas en la espalda. John prefirió mantenerse apartado, observando la decoración de la casa sin estar interesado en nada en particular.
—Lamento que mi esposa y mi madre no puedan recibirte, hoy en la mañana surgió un percance y ambas están en la habitación de Agatha —se disculpó Frederick luego de saludar a John y el Sr. Chapman entendió, por el tenso gesto que había en el rostro del conde, que el asunto era grave.
—No te preocupes, supuse que las cosas están siendo difíciles para ti en este momento.
Frederick estuvo por responder cuando unas voces lo detuvieron. Los tres dirigieron la mirada hacia la entrada del salón donde pudieron apreciar a una joven de cabellos rubios conversar con una señora de mediana edad, la Sra. Smith, quien le daba instrucciones para su clase de música cuando calló al percatarse de los invitados.
—Aquí estás, torbellino. Ven a conocer a unos amigos, querida —Frederick tomó la mano de la joven y la acercó hacia sus invitados, quienes evitaron fijarse demasiado en la mirada perdida de la chica, un claro signo de su condición—. Les presento a mi hija Casandra. Cassie, aquí está un viejo amigo mío, el Sr. Chapman, en compañía de su hijo John.
—Encantada —sonrió la dama en lo que la institutriz se retiró para ir a preparar la próxima melodía que su alumna, la señorita Collins, debía de aprender en la siguiente clase.
—Es usted una jovencita muy hermosa tal como lo es su madre, si me permite mencionarlo —Casandra aceptó el halago con amabilidad luego de oír el tono dulce en la voz de aquel hombre, quien de seguro debía ser el Sr. Chapman.
John, sin embargo, no mostró gran interés. En cambio, se sintió todavía más incómodo cuando el conde le sugirió a su padre que fueran al despacho a tratar un asunto en lo que la señorita Casandra se quedaba haciéndole compañía a él.
Así, una vez quedarse a solas con aquella joven —y con una señora que parecía ser su doncella, que se fue a un rincón del salón—, es que el hombre la examinó con la mirada, percatándose del temblor que había en los dedos de la dama, lo que le dio a entender que ella también estaba nerviosa o incómoda por la situación en la que se encontraban.
—¿Gusta tomar asiento? —ofreció ella, pero John, consciente de la ceguera de la señorita, se acercó con intenciones de ayudarla a caminar hacia los sillones— Oh, no. Puedo moverme por mí misma, no se moleste, señor —comentó tratando de no sonar descortés—. Conozco mi casa. Aun así, le agradezco.
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Editado: 04.10.2025