En dos días, el ánimo en la residencia de los Collins no parecía querer apaciguarse. En cuanto comprendió que el carruaje tardaría al menos una semana en ser reparado, Frederick se la pasó con un mal humor que nadie se la podía quitar, tanto era así que olvidó ir a entregar las cartas y se encerró en su despacho con la excusa de trabajo para así no tener que ver la cara de sus suegros que, por respeto a Agatha, no los echaría a menos que volviese a encontrar a uno de ellos criticando a su familia. Y, por sorprendente que fuera, hasta ahora estaban demasiado tranquilos, ambos leyendo en el salón mientras charlaban sobre David Howard sin siquiera preocuparse de otros asuntos.
Era algo que le resultaba extraño, sin embargo, prefirió no tentar ese buen humor y no buscó armar una discusión porque, simplemente, no sabría si su paciencia se extinguiría con solo escuchar la voz chillona de Helen y los regaños de Theo Howard. Y no deseaba prestarles transporte ni gastar dinero en alquilar un carruaje para que ellos viajaran con comodidad, porque sentía que no merecían más amabilidad de la que ofrecía. Lo único en lo que pudieron tener como conversación fue cuando les dejó en claro que los Chapman no serían los únicos a los que se les permitiría la entrada —algo que le había informado su madre—, sino que los Allen (y Lady Lethood, en cuanto se sintiese estable) también eran bienvenidos.
Los Howard compartieron una mirada y aceptaron sin ningún reparo.
Casandra, por otra parte, debido a la reciente noticia sobre que Lilian le permitiera ser la tía del pequeño Anthony, la había hecho estar más animada durante esos días. Se levantaba con energía y se acostaba con una sonrisa después de un día productivo en el que le pedía a la Sra. Smith que le leyese o en el que jugaba con su adorable Roy, que gustoso recibía el cariño de su dueña.
No había podido acercarse al piano pese a que su padre, abuela, Agnes o su institutriz se lo aconsejaban, no obstante, por primera vez se encontraba confiada en que pronto podría volver a posar sus manos en las suaves teclas del instrumento. Sólo era cuestión de tiempo para que el mal recuerdo de aquella fatal noche se fuera transformando en algo que ya no la paralizara. Porque eso sucedía: cada vez que deseaba tocar alguna melodía, su madre aparecía en su mente y, entonces, sus dedos ya no podían moverse al compás de la canción.
Era algo que le pedía a Dios y a su madre —que sabía que la escuchaba— le ayudase a superar, porque sabía que ella hubiera estado feliz de que continuara con su carrera. Mientras tanto, procuraría ir sanando cada día que pasara para ir recuperando aquella alegría que había perdido. Y sabía que el Sr. James la ayudaría.
En cuanto a Lady Emilie, que había decidido ser el pilar que sostuviese a los que más amaba en un momento tan difícil como aquel, se ocupaba en pasar tiempo tanto con su nieta como con su hijo para evitar que sucumbieran ante la tristeza y en supervisar las tareas que antaño le habían pertenecido a Agatha: revisar el menú, terminar algunos tejidos que su nuera dejó inconclusos, vigilar que Casandra no pasara más tiempo en cama, entre otras cosas. Pese a que realizaba estas tareas por preocupación a su familia, resultó ser, además, una perfecta excusa para no tener que pasar tanto tiempo aguantando a Lady Helen.
A los Howard, esto los tenía sin cuidado. Es más, no les preocupaba en lo más mínimo tener que compartir espacio o una conversación con personas que no les tenían en gran estima. Y era esa indiferencia lo que estaba llevando la “fiesta en paz”, pese a que existía una cierta tensión en el ambiente. Tensión que se evidenciaba cada vez que Casandra pasaba tiempo con su mascota.
—No lo soporto —masculló Lady Helen antes de beber té, sus hombros tensos para no gritar de enfado como era su costumbre.
Su esposo, sabiendo que se refería a los ladridos del condenado animal —que en esos momentos jugaba en el segundo piso—, respondió:
—Paciencia, querida. Falta poco para que no lo tengamos que ver otra vez.
—¿Cuánto más? —preguntó de mal humor— Estoy harta de tener que fingir frente a todo el mundo, ¡y en un momento llegan los Chapman!
—Pronto, condesa. Pronto.
Helen resopló de manera impaciente, aunque, horas más tarde, su humor mejoró considerablemente con cierta visita a la hora de la comida.
La última vez que los Chapman pasaron a saludar para ver qué tal se encontraba todo luego de la tragedia de Lady Collins, y si podrían ayudarle en algo al Conde de Pembroke, los Howard quedaron tan encantados con sus modales y buena fortuna que no les importó que aquella familia careciera de un título nobiliario para tener buena relación con ellos y tomar en consideración a John Chapman como un excelente partido para su nieta Casandra. Es más, aquel día en que los invitaron al almuerzo, incluso le habían insinuado a Lord Collins que el joven resultaba encantador y atento como un buen esposo. Frederick no comentó al respecto.
En cambio, cuando John se sentó junto a Casandra en el comedor, los observó durante todo el almuerzo con disimulo. Si bien charlaban de manera civilizada y sonreían de vez en cuando, no existía el brillo particular que iluminaba el rostro de su hija, no como sucedía cuando interactuaba con James Allen. Es más, al interactuar con John Chapman, se comportaba más refinada y evitaba hablar demasiado pese a la buena relación que ambos estaban construyendo.
—Me alegra saber que está logrando distraerse —comentó John con amabilidad—. Eso le hará bien a su ánimo, señorita Collins.
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Editado: 04.10.2025