—¿Conocéis la historia de la madre afligida?
—No señorita.
—¿Queréis que os la cuente?
—¡Sí! —Gritaron emocionados los alumnos de quinto de la Enseñanza General Básica.
—Veréis niños, una madre con el corazón roto lloraba desconsoladamente día y noche. Nada parecía calmar aquella angustia ni aquel dolor punzante.
—Señorita ¿y por qué lloraba?
—Porque no encontraba a sus cuatro hijos. Habían desaparecido al alba e impotente la madre rezó mucho al buen Dios para que tuviese a bien devolvérselos sanos y salvos.
Al pasar el tiempo pero no el dolor esta mamá valiente decidió salir a buscarlos. Se echó a los caminos sin descanso, preguntando por aquí y por acullá. Tan ardua tarea la llevó por muchas villas; algunas cerca otras en cambio lejanas como el mar. Algunas le resultaban conocidas otras en cambio no.
Mediante señas y gestos procuraba hacerse entender con gentes de diferentes culturas que hablaban lenguas desconocidas.
—Señorita ¿qué pasó con sus hijos? ¿Los encontró?
—Ya llegaremos a ese punto niños, no me seáis impacientes. Una mañana temprano la casualidad le echó la primera mano. Una adolescente de nombre Artesa, largas trenzas rubias y pecas en las mejillas le indicó mediante señas que creía haberlos visto. Según ella iban en una carreta de víveres camino del gran castillo…
La madre esperanzada le enseñó una pequeña fotografía tomada pocos días antes de la desaparición. Con el dedo señaló sus caritas para ver si la joven los reconocía mas tal hecho no sucedió.
Sin embargo era un comienzo prometedor así que tras guardar la foto decidió continuar la búsqueda, con mayor ahínco si cabe. Algo dentro de ella le decía que faltaba menos para reunirse con sus retoños…
—Señorita ¿qué castillo era? ¿El nuestro de allá arriba en la colina?
—No ¡claro que no! Ese castillo niños apenas se mantiene en pie, abandonado y olvidado de los libros de historia. Del que yo os hablo es enorme y majestuoso, seguro que vuestros padres lo conocen como La Panificadora. Aún hoy en día puede visitarse es más, si os portáis bien el próximo trimestre os llevaré…
La madre de los extraviados desconocía cómo llegar. Artesa, la niña pecosa, mediante gestos trataba de hacerse entender no obstante los caminos eran sinuosos y llenos de cruces…
—Señorita ¿y cómo pudo dar entonces con la fortaleza? ¿Está segura que no es la nuestra? Mire que tiene muchas piedras y las palomas anidan adentro…
—¡Claro que no es nuestro castillo Miguelito! Se te ocurre cada cosa. Ya os dije que este es mucho más grande. De hecho niños fijaos si no es espectacular que ya por aquellos siglos dejaba al recién llegado estupefacto. Esto mismo le sucedería a la madre cuando accedió al interior tras días y días recorriendo pistas de gravilla polvorienta.
Una anciana de nombre Amasadora la puso sobre la pista definitiva. Era oriunda del mismo pueblo que nuestra protagonista así que pudieron hablar la misma lengua, sin recurrir a gestos o señas. Le contó o intentó hacerlo la mejor forma para llegar pero no sin, de vez en cuando, quedarse en blanco…
—Señorita entonces ¿estaba enferma doña Amasadora?
—Bueno, en cierta forma sí niños. Le fallaba la memoria y a pesar de entenderse en el mismo idioma sus lagunas mentales no ayudaban.
Pero la madre creyó tener suficiente con aquel puñado de indicaciones imprecisas. Dándole sentidas gracias continuó la marcha.
El castillo o La Panificadora como muchos gustaban de llamarla hacíase visible a varias leguas de distancia gracias al portentoso tamaño de sus murallas y a la altura de sus seis torreones. Allá tenían que estar sus vástagos y de hecho las marcas de la carreta de víveres en el suelo terminaban antes incluso de pisar el puente levadizo…
Sus hijos por fuerza estarían asustados y desorientados. En la sala interior preguntó mediante señas o sacando la pequeña fotografía por si alguien los había visto.
Fue una de las cocineras que salía a por agua quien se lo confirmó, dándole la mayor de las alegrías…
—Señorita ¿logró encontrar a sus hijos?
—¡Niños impacientes! Dejadme terminar. La cocinera le señaló con la mano hacia la cocina pues según sus palabras allá los había visto. Pero ¿sería verdad? Sólo había una forma de averiguarlo. No le resultó complicado dar con la estancia pues de ella emanaban muchos aromas; sobre todo pan recién hecho, humeante y deliciosamente artesano.
—¿Y qué pasó señorita?
—Cuando la última hornada salió del horno de leña la madre no pudo por más que llorar de emoción. Sobre una de las mesas de madera vio a sus cuatro hijos. Parecían estar en perfecto estado.
Se acercó a ellos para estrecharlos entre sus brazos. Éstos emocionados por el encuentro lloriquearon a moco tendido. Por fin juntos ¡qué alegría! Ya podían regresar a casa y nunca más separarse.
—Entonces señorita ¿Quiénes eran sus hijos?
—¿No lo adivináis niños? Pues sus hijos eran la levadura, el agua, la sal y la harina. Los elementos básicos para hacer pan. Así pues de la mano regresaron a su aldea natal para retomar sus labores.
—Señorita ¿a qué se dedicaban la madre y sus peques? —Preguntó en esta ocasión la pequeña Filomena.
—¡Ay, mis niños! ¿De verdad no lo sabéis? Pues veréis, amasaban el mejor y más rico pan no sólo de la comarca sino de los alrededores. Las cosas hechas con cariño saben mucho mejor.
—Señorita —se dispuso a preguntar el pequeño Toñito—. Entonces ¿la madre era el pan recién hecho?
—¡Ay! Mis queridos niños. Podría decirse que sí. Pero lo importante no es eso sino que ella no volvió a estar apenada. Ya fuese en forma de barra o de bolla; ya fuese trigo o centeno… Daba igual. Sus hijos levadura, sal, agua y harina estaban a su lado.
En cada hornada alimentaban muchas bocas dando lo mejor de sí, incluso aportando parte de sí mismos para la hornada de cada noche. Agradecidos los lugareños contaban, cuentan y seguirán haciéndolo esta bella historia.