Una madre sin esposo

VII Hombre puntual, reloj con cuerda

 

Randall se levantó esa mañana a la misma hora de los últimos quince años de su vida. Las seis en punto, sin minutos extras o faltantes. Laura siempre le dijo que era como si tuviera integrado un despertador en su cerebro, se burlaba de él porque no había nada en la faz de la tierra que le permitiera despertar antes, pero tampoco era posible mantenerlo en la cama dormido después de esa hora.

     El único tiempo en su vida en que el reloj de su cerebro se descompuso fue al morir Laura. Entonces no dormía casi nada en la noche y en el día dormía demasiado. Sacarlo de su cama era un verdadero reto. Porque incluso con el insomnio no se levantaba de la cama por la noche. Pasaron dos meses enteros en que su alarma interna estuvo descompuesta hasta que los gastos del hogar lo obligaron a volverla a encender y entonces descubrió que si agotaba a su mente con pendientes de trabajo podía dormir, podía concentrarse en lo que hacía para dejar de sentir la ausencia de Laura.

     Pero lo cierto es que incluso con ese reloj interno marchando como correspondía desde hace nueve años con diez meses, esa fue la primera mañana desde la muerte de Laura en que despertó entusiasmado por el día.

     Tenía una cita con Elena.

     Otra cita, debería añadir.

     Habían ido al veterinario, a una tienda de música y ahora tenían frente a sí una cita diferente: un vivero. Plantas y más plantas. Elena le contó que tenía un jardín muerto y quería plantas que no requirieran muchos cuidados, así que él se había ofrecido a acompañarla.

     Laura y él se habían conocido en la preparatoria, fueron amigos durante varios meses hasta que el amor surgió entre ellos como una flama que se cuida hasta que se convierte en un fuego intenso. No se separaron hasta la muerte de ella, y sus citas fueron cosas muy sencillas, días de campos, cafeterías, restaurantes, salidas al cine, al casarse sus citas eran viajes a la playa que quedaba a un par de horas de la ciudad.

     Las citas con Elena en cambio eran algo fuera de lo común, las citas servían para conocerse, y es lo que ellos hacían. Se conocían, pero no mientras comían, sino mientras hacían algo interesante, como elegir discos de música, escuchar la salvación para un conejo o tomar decisiones importantes para remodelar un jardín.

     —¿Tú sabes de plantas?

     —Tengo un jardín grande. Dolores la llama la casa del jardín.

     —¿Dolores? —preguntó interesada, curiosa de saber si él también era padre soltero o no.

     —La persona que me ayuda con la casa.

     —¿La casa del jardín eh?

     Antes de que Dolores apareciera en su vida, la casa se llamaba La casa de Laura, y como Dolores no conoció a su esposa, jamás se enteró que fue a renombrar a la casa quitando el nombre de su difunta mujer, la escuchó llamarla así una mañana en que Dolores hablaba por teléfono.

—Estoy en la casa del jardín, en dos horas salgo.

—¿La casa del jardín? —preguntó interesado en la respuesta.

—Perdone, señor Randall. Cuando limpio varias casas a la vez las nombró para no equivocarme en el calendario.

Y así fue como él se encontró llamando también a su casa, así era más sencillo, al final la casa en realidad nunca había sido de Laura, lo que lo hacía sentir irremediablemente culpable.  

     —Si Dolores conociera mi casa la llamaría la casa de —los juguetes iba a decir, pero se interrumpió a tiempo. Randall no sabía de los niños. No había encontrado razonable comentarlo en el veterinario porque no guardó esperanzas que él pudiera estar interesado en una segunda cita con una llorona como ella. Y no se lo dijo en la disquera porque no encontró un momento oportuno para tocar el tema. Y ahora no se lo decía porque él le gustaba.

     Era una pequeña fantasía. Un hombre como él interesado en una mujer como ella. ¿Cuánto más puede durar? Se preguntó cabizbaja.

     No era sólo que Randall fuese atractivo, tenía unos ojos que ella consideraba preciosos con un color como la miel, tenía unos brazos que a leguas se veían fuertes, una espalda ancha del tipo que podría protegerla, una sonrisa que se ladeaba en una sonrisa divertida mostrándole uno de sus colmillos cuando mordía inconsciente el labio inferior al bromear, y la manera en la que hablaba y lo que decía. Un hombre con clase, elegante e inteligente no era el tipo de hombre que solía atraer.

     —¿La casa de…? —la instó a terminar la frase Randall, pero Elena no pudo completar la broma.

     —De tierra.

     —Dolores no es mala, seguro que encontraría un mejor apodo.

     Elena sonrió, pero sus ojos no lo hicieron, en lugar de eso desvió su mirada a las plantas que la rodeaban.

     —¿Cuál te gusta?

     —¿Cuál puede sobrevivir sin agua? —preguntó y no bromeaba, pero aún así Randall se rio.

     —Plantas artificiales, ¿por ejemplo?

     —Tú eres malo conmigo.

     Randall sonrío, de lado y mordiendo su labio inferior. Y entonces Elena fue consciente que esa era su tercera cita y él no había hecho ningún intento de besarla. De hecho, había un metro de distancia entre ellos. En la anterior cita andaban casi a medio pasillo de distancia conversando de un lado a otro y en esta cita las plantas se interponían para estar cerca.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.