Una madre sin esposo

VIII Mas vale prevenir... que mal funeral

VIII Más vale prevenir… que mal funeral

 

Elena miró el teléfono por sexta vez en el día, había pasado una semana completa sin saber nada de Randall.

     —Mami, mami, ven, mira —la agarró de la mano Clare y la jaló para llevarla al jardín. Señalo hacia los rosales donde habían salido esa mañana unos nuevos botones del rosal.

     —Se llaman rosas —le explicó Elena a Clare— necesitan agua para que crezcan.

     —Yo voy a darles agua. ¿Les gusta fría o caliente? —preguntó con una inocencia que le sacó una sonrisa a su madre. Elena le puso su mano enima del cabello castaño de su hija cepillandolo con sus dedos.

     —De la llave, linda.

     —Mamá, no puedes darle agua de la llave a las flores, van a enfermarse —y con eso la pequeña Clare entró a la casa corriendo por un vaso de agua.

     Elena se quedó de pie en el marco de la puerta, mirando a las flores y preguntándose si no serían esos rosales el único recordatorio que tendría de Randall. Sabía que los hombres desaparecían de su vida, pero al final las esperanzas habían tomado forma dentro de ella enterrándose con raíz haciendo crecer ilusiones en ella. El primer día había esperado emocionada por una llamada, el segundo día se convenció que sólo era Randall tomándole el pelo con esas bromas de mal gusto que igual le sacaban sonrisas. El tercero miro el teléfono con un hueco en el estomago, el resto de los días se forzó a no esperar que le llamara de nuevo.

     Ni siquiera me besó, se dijo como si se diera cuenta de lo tonta que estaba siendo al respecto. ¿Podrían llamarse citas? Duraron más de una hora en la tienda de música y casi el doble eligiendo plantas en diferentes viveros. Y habían pasado tantas horas desde la última vez que se vieron que le parecía que no habría más. ¿Podrían llamarse citas si siempre quedaban de verse en el punto de reunión? Ella no estaba lista para que conociera su hogar, o descubriera que era madre, pero no pensó que el tiempo con él hubiese terminado tan abruptamente luego de esa salida tan dulce a elegir flores.

     Fue divertido, se convenció, y no prometió llamar, se recordó, no es como si me hubiese mentido, se reprendió a sí misma por siquiera considerarlo. Aun así suspiro y volvió a fantasear que el celular sonaba, pero no lo hizo y no lo haría para su pesar.

 

Era domingo y Randall estaba caminando entre las tumbas con un ramo de margaritas en la mano.    

     —Buenos días, Laura —se sentó en el banquillo frente a donde Laura estaba, leyó el epitafio sobre la tumba como hacía cada domingo y frunció el ceño como venía haciendo por diez años, ¿por qué había permitido que ella eligiera aquella frase? Claro, porque semanas antes de su muerte Laura planeó su funeral.

     Como si fuese una boda o un evento para celebrar. Dejó en el armario el vestido que quería usar, contrató a la funeraria, eligió el ataúd, amenazó a la maquillista de usar tonos suaves en su piel o si no… y dejó la frase incompleta.

     Laura tuvo un par de semanas buenas antes de volver a ser hospitalizada, tan buenas como pudieron ser para alguien que ha sido sentenciada a muerte por un tumor maligno. Eligió todos los detalles, incluido ese espantoso epitafio. Quería ahorrarle todas esas decisiones a Randall, su amado esposo no tendría por qué preocuparse si ella quería usar un vestido negro o uno rosado o si el blanco o el rojo iban mejor. Su adorado y triste esposo no debería preocuparse por elegir zapatillas o tenis deportivos para ella. Su preocupado esposo no tendría que lamentarse por decisiones tan banales cuando la vida se le acabara a él también junto con ella.

     —Un día recordarás todo esto y te reirás de mí —le había dicho entonces Laura acostándose a su lado dejando su nariz junto a la de él, mientras Randall se esforzaba en no llorar, en no gritar en no apagarse con ella.

     —¿Cómo se supone que siga viviendo después de ti?

     Y Laura no tuvo palabras para él, en su lugar lo besó y sin saberlo le hizo el amor por última vez. Randall recordaría semanas después de su muerte, que ella nunca lloró. No lloró al enterarse que el cáncer estaba tan avanzado que no había nada por hacer, no lloró cuando le dieron el tiempo que le restaba de vida, no lloró al planear su funeral. No lloró, ni le tembló la voz cuando le explicaba a la persona de la funeraria encargada de maquillar a los muertos, que debía elegir un color rojo para sus labios porque no quería que se vieran pálidos cuando estuviera muerta, no lloró incluso cuando vio a la maquillista cubrirse la boca al darse cuenta que su futura cliente estaba frente a ella.

     No lloró mientras él sí lo hizo. Y cuando una noche en el hospital Randall le preguntó porque no se veía triste ella se lo dijo con simpleza:

     —No te haré mi partida más difícil, mi amor.

     Su única preocupación era él, que era tan joven, tan guapo, tan optimista, tan lleno de vida y que estaba segura que se dejaría morir en cuanto ella lo hiciera.

     —No te mates —le imploró horas antes de morir—, escúchame bien, Randall, no te mates.

     Y Randall en lugar de negarlo o reírse bajó la mirada al suelo, porque esa idea se le había pasado por la mente decenas de veces durante los últimos días. ¿Cómo iba a vivir sin ella?




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