Una madre sin esposo

XVII A su tiempo maduran las… parejas

XVI A su tiempo maduran las… parejas

El matrimonio de Elena fue en picada al llegar Leonardo a sus cuatro años.

     Su matrimonio era de pocas palabras, parecía una labor rigurosa de padre y madre de Leonardo que un matrimonio. Elena siempre excusaba a su esposo. Lo hacía todo por ellos y ella debía hacer su parte.

     Pasaron de rentar un apartamento a una casa en una zona segura y de clase media, de andar en un viejo automóvil a uno del año, de ropa de saldos a de marca. A donde volteara podía ver el resultado del esfuerzo y sacrificio de su amor juvenil por la vida familiar que querían.

     Pero eso no la hacía feliz, de hecho, la hacía sentir terriblemente desdichada. Elena se dijo que eran inventos suyos, que estaba exagerando la situación y viendo problemas donde no los había. ¿Había problemas? No, se decía, nosotros no peleamos nunca, no hay gritos, ni discusiones. Pero eso era porque tampoco había conversaciones entre los dos. Ya no podía recordar los meses desde la última vez que Ernesto la había buscado en la noche para acariciarla, mucho menos la última vez que le había hecho el amor.

     Así que Elena decidió poner a prueba su matrimonio, una sencilla prueba a base de observación. ¿Cuántos días podían pasar sin hablarse en absoluto antes de que fuese él quien la buscara? ¿Cuántos días tardaría en decirle que la quería si no lo decía ella primero? ¿Cuántos para que quisiera besarla? ¿Cuántas horas en darle una demostración de amor?

     Pasó una semana y media.

     Se hablaban sólo para lo estrictamente necesario, es decir, para dictarse indicaciones y hacerse preguntas sobre el pequeño niño que para entonces iniciaba en el jardín de infantes.

     El corazón de Elena estaba partido a la mitad. Era una esposa de mentiras en donde existió alguna vez amor de verdad. No tenía a nadie a quien recurrir para contarle de sus penas, ningún par de oídos que pudieran aconsejarla, estaba sola. Se mudaron de ciudad cuando Ernesto quiso ir a la universidad, separándose de su ciudad natal, aunque la última vez que tuvo contacto con su madre fue cuando la fue a dejar en la casa de los padres de Ernesto. La madre de Elena no se apareció en la apresurada boda que ocurrió una semana después. De sus hermanos, solo fue uno para intentar disuadirla de aquello. Le dijo que reflexionara sobre eso, que aún estaba a tiempo de detener el embarazo, era demasiado joven. Pero Elena estaba decidida a tener ese bebé. Su hermano le dijo que, si se casaba, su madre no iba a volver a buscarla. No le importó.

Le insistió, la asustó con los futuros que su hermano auguraba para ella, pero aun así no cedió. Ella quería tener al bebé. Su hermano le deseó suerte y luego se retiró, apenas unos minutos antes de que apareciera el juez.

Elena tenía seis hermanos, todos eran hijos de padres diferentes. La ultima vez que vio al suyo, ella tenía seis años, le dio un apretón en el hombro y sin palabras se fue. Elena era la sexta hija. El último esposo de su madre era el padre de su hermana menor, Jacinta y siempre sintió que Jacinta tenía privilegios sobre el resto, Jacinta tenía su habitación, era la que tenía permitido comer dulces, la que siempre tenía sus frutas favoritas en el refrigerador

Elena tenía una familia grande, pero no era una familia unida. Sus hermanos mayores apenas llegaron a la mayoría de edad se marcharon.

Decidió entonces que prefería estar sola que vivir con la ilusión de creerse acompañada.

     Así que esa tarde cuando Ernesto regresó del trabajo, ella lo esperaba en el comedor. El pequeño Leonardo dormía en su habitación la siesta.

     —Quiero el divorcio —dijo apenas lo vio entrar.

     —No juegues, Elena.

     —Ernesto, quiero el divorcio.

     La miró unos segundos y descubrió la certeza en sus facciones, lo iba a dejar.

     —¿Por qué?

     —Estás en un matrimonio a la fuerza, no es justo para ninguno de los dos esto que nos hacemos.

     —Elena —Ernesto dio unos pasos hacia ella, pero Elena se puso de pie y se alejó de él.

     —No, no puedo. Quiero el divorcio —repitió por tercera vez.

     —¿Hay alguien más?

     —No. No hay nadie, ni siquiera tú. Soy una esposa de mentiras. La única razón por la que seguimos casados es porque necesitas alguien que cuide al niño y se haga cargo de la casa. No te importa hablarme o tocarme o siquiera verme. Soy un maldito mueble para ti. Quiero el divorcio.

     —¿Y a dónde vas a ir?

     Elena pasó saliva al comprender que esa casa no le pertenecía, de hecho a ninguno de los dos porque pagaban la renta.

     —No importa, voy a rentar un lugar.

     —¿Es lo que quieres? —preguntó Ernesto observándola con la expresión desencajada.

     —Sí.

     —Bien.

     Salió del comedor dejándola ahí sin comprender lo que ocurría. ¿Bien? ¿Era así de simple?

     Se llevó las manos a la boca para amortiguar el llanto y salió al patio para huir de sus sentimientos por él. Estuvo afuera por casi una hora sentada en la banca mirando a las estrellas, cuando volvió a entrar a la casa encontró sobre la mesa una hoja doblada:

     Te haré llegar los papeles. La casa es tuya.

     Lloró desconsolada toda la noche sin saber cómo iba a seguir su vida sin él. Le dolía cada centímetro dentro de sí al darse cuenta que ella era quien amaba más de los dos y que sólo a ella le dolía aquella injusta separación.

     Se durmió llorando y amaneció con un rostro que no reconoció, los ojos hinchados, con ojeras, pálida, decaída. La expresión de alguien a quien le han sacado el corazón. Salió una hora más tarde con Leonardo en una mano, la pañalera en la espalda y varios currículum y solicitudes de empleo en la otra.

     Consiguió un empleo como mesera, horas más tarde. Sacando energías de alguna parte, posiblemente su corazón ardiendo era suficiente combustible para hacerla actuar.




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