Una madre sin esposo

XVIII La mucha pasión… guarda corazón

 

 

¿Había pasado cuánto? ¿Tres semanas? ¿Cuatro? Elena nunca fue la de la iniciativa en su matrimonio. ¿Cómo serlo tras su esquiva relación con Ernesto? Rebeca, su hermana, no quería cuidar a Clare sin Leonardo luego del último incidente con sus labiales, lo que Elena comprendía por completo. Pero Leonardo no quería ir a casa de su tía los fines de semana, pasaban ahí de lunes a viernes por la tarde y lo que él quería era estar en su propia casa. Durante los fines de semana que Leonardo se iba con Ernesto, no tenía quien pudiera cuidar de Clare, y cuando Leonardo estaba en casa no había modo de convencerlos de hacer pijamada con su tía Rebeca. Mucho menos cuando Leonardo sabía que Randall iría a visitarlos y podría tener tiempo para entrenar box.

            El hombre había conseguido ganarse al niño sin mucho esfuerzo, aunque por el momento Leonardo limitara la conversación con él sobre ese deporte que era de interés de ambos. Aunque ni bien terminaba de entrenar iba y se encerraba en su habitación dejándolos a solas… con Clare.

     Tenía su semana libre por la mañana, la casa estaba sola en ese horario con los niños en la escuela y aún así no sabía cómo hacer aquella propuesta. ¿Cómo podría decírselo? ¿invitarlo a un desayuno? ¿Tomar el café? ¿A arreglar una tubería? ¿Con qué pretexto iba a atraer a Randall?

     No pensó, por supuesto, que el modo de hacerlo sería sin una mentira, pero con un escenario que era tan absurdo que parecía fabricado.

     Esa mañana descubrió que no había agua en las llaves de la casa, ya había ocurrido antes, tenía que cambiar el flotador del tinaco porque a veces se quedaba atorado y no se llenaba. Así que llevó a los niños a la escuela y enojada tomó la escalera para ponerla contra el techo y subir. Cuando logró llegar al techo gateó para alejarse de la orilla y en medio del movimiento su pie pateó la escalera. Lo supo incluso antes de escuchar el sonido de la escalera cayendo al suelo.

     —No puede ser.

     Miro a las casas de sus vecinos, pero sabía que todos salían por las mañanas y la calle en la que vivía no era transitada. Por suerte, tenía el celular en el bolsillo del pantalón.

     Sus opciones eran: llamar a los bomberos o a Randall.

     Eligió la opción menos ridícula.

     —¿911 en qué puedo ayudarle?

     Elena escuchó la voz de la persona de emergencias y suspiró de alivio.

     —Hola, llamo porque me quedé atrapada en el techo de mi casa, tiré la escalera y no puedo bajar. Entonces me gustaría que… —le colgaron.

     Era una broma frecuente.

     Elena no sabía si reír o llorar, así que en lugar de eso llamó a Randall. Contestó al tercer tono.

     —Estaba por llamarte. ¿Te gustaría ir a desayunar?

     —Sí. ¿Pasas por mí?

     —Por supuesto. Llego en veinte minutos.

     Elena decidió no contarle la situación, y mejor esperar a que él apareciera y lo descubriera por su cuenta.

     Randall llegó veinte minutos después. Elena estaba sentada en la orilla del techo con sus piernas al aire justo frente a la puerta principal.

     —¿Me ayudas a bajar? —Randall sonrió mientras se agachaba para volver a poner de pie la escalera contra el techo.

     —¿Quedaste colgada de ahí? —preguntó preocupado mientras la veía bajar con dificultad y de manera casi temblorosa.

     —No, empujé la escalera con el pie al subir.

     Cuando Elena estuvo a su alcance le puso la mano bajo su cadera para darle estabilidad, un acto inocente, enfocado en asegurarse que los pies de Elena tocaran el escalón correcto, pero cuando Elena llegó al último escalón su mano seguía encima de su trasero.

     Una risa nerviosa salió de los labios de Elena contra su voluntad al notar dónde estaba la mano de él. Y eso fue suficiente. Randall no necesitaba una mayor provocación que esa. Se las ingenió para girarla ahí mismo sobre el escalón y sin mediar palabra la besó, sus labios iban a ella en una silenciosa y dulce queja por hacerlo esperar tanto tiempo para tenerla de nuevo.

     Elena notó, mientras correspondía el beso con el mismo impetú que él, que no la había besado de ese modo desde la primera vez que lo invitó a pasar a su casa. Con los niños cerca de ellos, era imposible, algunos días ni siquiera había oportunidad de besarlo. Aunque Randall siempre había conseguido algun modo de mostrarle su afecto. A veces, Elena pensaba que él podía besarla de muchos modos sin usar su boca. Por ejemplo, cuando Randall entrenaba a Leonardo en el patio trasero de la casa en algún momento mientras el niño repetía los movimientos contra el saco de box colgado al árbol, Randall miraba hacia ella y le sonreía con calidez. Los fines de semana, mientras Clare los hacía repetir alguna de sus películas favoritas -que eran las favoritas de Elena-, él pasaba el brazo entre su cuello y el respaldo incluso cuando Clare insistía en sentarse en medio de ambos y hacía círculos contra su nuca; justo el día anterior estaba despidiéndose de él y se inclinó a besarlo cuando apareció la niña y apartó a Elena con su fuerza infantil para exigirle a Randall que se despidiera del conejo, y Randall le dijo al conejo que iba a echarlo de menos toda la semana aunque sus ojos estaban en ella.

       Era muy difícil estar en un noviazgo a su edad y en su situación, a veces Randall la hacía sentir como toda una adolescente en un noviazgo juvenil –con la ilusión, el deseo y las fantasías robándole su tiempo todo el día-, pero era consciente que no había nada juvenil en su relación. Randall tenía treinta y siete años y ella veintisiete.

       Estaban en la habitación, desnudos, porque luego de aquel beso en las escaleras un gesto había llevado a una caricia y terminaron entrando a la casa a tropezones mientras se iban desvistiendo mutuamente.

—Te has quedado muda de pronto —le dijo Randall pasando su mano por la curva de sus caderas y subiéndola despacio por la piel de su abdomen, de sus pechos hasta sujetar su mentón y hacer que lo mirara.




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