Una madre sin esposo

XIX El que se divorció… perdió su silla

 

 

Si había algo más difícil que ser madre, era ser una y estar enferma.

     Le dolían las articulaciones, la punta de los pies, la cabeza, tenía fiebre, la garganta ronca y aún así debía seguir haciendo todas sus actividades con regularidad o al menos debería.

     —¿Estás enferma? —preguntó Leonardo abriendo la puerta del cuarto con el uniforme puesto. Al no responder su madre, él se acercó a tocar la frente de ella—. Estás caliente.

     —Solo dame un minuto, amor.

     Elena se obligó a sentarse.

     Tenía la vista nublosa incluso. El niño la miró sin decir palabra.

     —Hoy no tengo ningún examen —le dijo Leonardo—, puedo llamar y decir que estoy enfermo.

     —No, mi amor, solo dame un minuto para estar lista.

     —Clare sigue dormida —insistió al niño recordándole la batalla que le esperaba para convencer a Clare de despertarse, vestirse y desayunar. Sólo pensar en eso le restó sus pocas energías.

     Elena volvió a acostarse en la cama con las cobijas hasta la barbilla.

     —¿Me traes mi celular? Llamaré yo a tu maestra.

     Pero la fiebre no cedió a lo largo de la mañana y eso hizo que todo su cuerpo se sintiera como si la hubiese arrollado un camión o la hubiesen lanzado a una trituradora. Había conseguido levantarse para lavar unas manzanas para los niños, dejó la televisión con música encendida para ellos y regresó a la cama. Clare apareció minutos antes para acostarse con su mamá mientras le hablaba de dulces, o muñecas, o juguetes, o de algo, mientras le acariciaba el cabello con sus pequeños dedos. Elena decía ujm y ajá sin comprender nada.

     —¿Elena, estás bien? —escuchó la voz de Ernesto a lo lejos. Le pareció extraño al principio, porque los sueños en que Ernesto regresaba a ella se habían esfumado al menos dos años atrás, pero le pareció también extraño soñar y que su cuerpo y cabeza dolieran tanto, sin embargo ¿qué otra explicación podía existir para sentir su cuerpo a su lado, esa colonia que era la misma desde que lo conocía y su voz que se había vuelto solo un poco más grave que cuando eran jóvenes? No se le ocurría ninguna respuesta, así que contra su lógica pensó que seguía durmiendo hasta que sintió la mano de él sobre su frente.

     —Bien, sí —dijo ella sin apartarse de su tacto ni abrir los ojos.

     —No cambias —dijo él con dulzura quitándole las cobijas de encima—. Esto no ayuda a bajar la fiebre —la reprendió como si fuera una niña.

     —Tengo frío —se quejó la mujer al quedarse sin las cobijas con las cuales quitarse el frío que sentía por la temperatura.

     —Lo sé, ven, necesitas entrar al agua.

     Ernesto jaló sus brazos hasta que consiguió sentarla.

     —Leo, abre la regadera y pon una silla —indico el hombre a su hijo.

     —No, una silla no —se negó Elena— solo un pedazo de tela húmeda para mi frente.

     —Leonardo —insistió Ernesto, Elena abrió los ojos para ver a su hijo salir de la habitación. El hombre frente a ella era atractivo, Leonardo iba a parecerse a él al crecer, exceptuando el color de su cabello, y los ojos de su madre, pero en apariencia unas décadas más adelante Leonardo sería tan bien parecido, un poco más agraciado incluso, que su padre.

Por suerte su hijo mayor solo iba a quedarse con la belleza exterior de su padre. El mundo no necesitaba dos hombres iguales por dentro, al menos eso pensó Elena mientras volvía a cerrar los ojos para no ver al hombre al que estaba condenada por el resto de sus vidas gracias a sus hijos.

     —Vete. ¿Qué haces aquí?

     —Leonardo me llamó, estás enferma y necesitas ayuda.

     —Vete —repitió Elena, pero Ernesto no permitió que lo apartara, al contrario, volvió a jalar los brazos de Elena y la ayudó a ponerse de pie. La sujetó contra su cuerpo mientras a suaves empujones la llevaba al baño. Clare miraba al hombre, al papá de Leo, en silencio con sus piernas cruzadas sobre la cama con evidente disgusto por robarse a su mamá cuando le estaba contando de lo que quería para su fiesta de cumpleaños.

     —Mamá dijo vete —dijo la niña con voz clara y alta.

     —Mami está enferma, Clare, solo quiero ayudarla —fueron las primeras palabras que le dirigía a su hija en años.

      —Randall, hablale a Randall, Leo —dijo Clare con disgusto ante la presencia del hombre en la habitación de su madre.

     —¿Randall? —preguntó Ernesto con confusión. Y Elena aún con toda clase de dolencias supo que se venían problemas.

     Leonardo no respondió, pero Clare que tenía solo tres años no podía imaginar el alcance que tendrían sus palabras.

     —El novio de mami.

     Elena se encontró con los ojos rabiosos de su exesposo, pero antes de que pudiera soltarle algun comentario, dio pasos largos hasta entrar al baño y cerró las puertas a sus espaldas dejándolo en su habitación.

Cuando Elena salió de la ducha, Ernesto estaba sentado en la cama con los brazos cruzados, aun enojado por el descubrimiento. Su hijo mayor no había hecho ningún comentario sobre su reciente relación con su padre, a pesar de sus amenazas de hacerlo, así que la noticia lo había tomado desprevenido. Se habían divorciado cuatro años atrás, Elena era hermosa, divertida y agradable, no había ningun motivo para pensar que podría tener dificultad en conseguir pareja, pero pensó por cuatro años que ella no quería tener a nadie más que no fuera él. Así como él pensaba que no necesitaba de otra mujer, si no era ella.

No era algo que hubiesen hablado alguna vez, jamás acordaron reencontrarse con los años, pero cuando pasaron los años y no apareció ningun hombre con Elena, supuso que ella lo había descubierto todo y que terca como acostumbraba no se iba a dar por vencida. Incluso cuando él sí lo hizo.

     —Les hice la comida a los niños. Necesitas medicamentos —le dijo Ernesto al levantar la vista y verla cubierta solo por una toalla.




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