Una madre sin esposo

XXVII Dos hijos y una madre… tres bendiciones para un padre

 

Cuando Elena despertó esa mañana estaba sola en la cama, como lo había estado desde que volvió del hospital con Clare en brazos. Tocó su frente y notó que ya no tenía fiebre, pero también notó que no había ningun rastro que le indicara que Randall se había quedado con ella.

Quitó la alarma del celular y caminó al baño para enjuagar su rostro, ahí sacó del primer cajón los medicamentos recetados, se los pasó sin necesidad de agua y entonces se miró en el espejo.

Elena había sido una joven hermosa y radiante hace años, era divertida y sonreía todo el tiempo. Ernesto le decía que era tan expresiva que no requería de hablar para saber lo que pasaba por su cabeza, si estaba feliz todo su rostro lo decía, pero si por el contrario estaba triste entonces eso también se evidenciaba.

Y cuando Elena se miró esa mañana en el espejo sintió como si tuviese encima diez años extra.  

—No deberías elegir una historia tan complicada para empezar de nuevo.

Era de las últimas palabras que recordaba haberle dicho a Randall por la noche, también lo había invitado a quedarse o a irse. Respiró hondo y se obligó a poner una sonrisa en su reflejo. Era sábado y casi podía augurar que en algún momento su jefe iba a llamarle para pedirle que fuera a trabajar aunque era su día libre. Tenía que reponer su ausencia del día anterior.

Elena tenía unos ojos azules que había heredado a su hijo y que heredó, a su vez, de su madre; lo cierto es que no le gustaban porque le recordaban a las similitudes que tenía con su progenitora, la misma que pasó más tiempo preocupada en conseguir nuevas parejas que en sus hijos, la mujer que echó de la casa a Elena porque su padrastro lo ordenó.

Elena nunca pondría a sus hijos en segundo escalón y ella jamás los echaría de casa ni permitiría que se fueran si no eran capaces de valerse por su cuenta. Pero sin importar cuan decidida estaba a no convertirse en su madre, cuando se miraba al espejo y se encontraba con ese color azul no podía evitar preguntarse si acaso no estaba más cerca de ser como su madre.

Su cabello antes castaño, ondulado y brillante, ahora era más opaco, más revoltoso y más descuidado; agarró el cepillo hasta desenudarlo y luego lo amarró a una coleta alta.

Su piel mostraba ojeras y tenía las marcas de sus labios al hablar o sonreír, se veía incluso en las mañanas más reseca de lo que era hace unos años. Tomó crema facial sabiendo que debería comprarse productos de belleza que evitaran que su piel envejeciera por su cuenta, pero ¿con qué dinero? ¿con que tiempo? Estar ahí en el baño solo observándose era un lujo que pocas veces podía darse.

Se untó de la misma crema en las manos e inevitablemente sus ojos pararon en su dedo anular izquierdo. Habían pasado casi años desde que la marca del anillo de matrimonio desapareció, pero la cicatriz que ese divorcio dejó no estaba a simple vista, lo llevaba con ella a todas partes contra su voluntad. Su dedo sin anillo era el recordatorio eterno de un fracaso.

Elena recordó entonces que fue ese mismo día, cuando volvió a casa con Clare recién nacida, el último que tuvo contacto con su madre. Rebeca la había encontrado esa mañana, o mejor dicho, Ernesto había encontrado a Rebeca para que fuera a buscar a Elena al hospital. La última vez que había visto a su hermana, Elena tenía ocho años, Rebeca acababa de llegar a la mayoría de edad y eso fue suficiente para elegir irse.

Rebeca le quitó a la bebé de los brazos justo a tiempo para que la madre recién parida pudiera sostenerse de la pared, caminó a la habitación principal con sus pocas energías e ignorando el llamado de Rebeca, y encontró, o más bien, no encontró las pertenencias de Ernesto. La había dejado.

Sola, tras una cesárea y una salpingoclasia que se hizo por él. No iba a pasar por otro embarazo si eso ponía en riesgo su relación, pero el nacimiento de Clare terminó por demostrar que tan destruida estaba su relación.

Se sujetó de la puerta del armario y de no ser por Rebeca sosteniéndola de la espalda habría caído al suelo.

—Te tengo, Elena. Ven aquí.

—¿Me pasas mi teléfono?

Rebeca fue a buscarlo una vez dejó a su hermana acostaba en la cama con su bebé dormida a su lado.

—¿Y Leonardo?

—Jugando con Cloe. Son de la misma edad —comentó con sorpresa. Elena asintió tecleando con sus dedos temblorosos el número que se sabía de memoria.

—¿Estás casada?

—No. Cloe es mía… inseminación artificial —dijo al fin sin despegar sus ojos de Clare—. Es tan bonita.

Pero Elena no tenía ojos para su niña, llamó a Ernesto una y otra vez, pero el celular de él llevaba directo al buzón y en su desesperación llamó a su madre, a quien llevaba más de seis años sin escuchar.

—¿Elena?

—Mamá, soy yo.

Rebeca le dio una mirada trágica que debió augurarle el resultado, pero que decidió ignorar.

—Yo… te necesito, por favor.

Tal vez había llamado a su madre por el dolor que sentía en todo el cuerpo, tal vez porque se sentía indefensa sin Ernesto, tal vez quería recuperar su vida anterior y pensó que ese era el modo de hacerlo, tal vez creyó que su madre que había sido tantas veces abandonada podría entender su situación, lo que fuera que hizo que Elena llamara a su madre en ese momento consiguió aquel resultado:

—¿Te dejó? —no había sorpresa en la voz de su madre—. ¿No te dije yo que los hombres solo saben irse? Te lo dije una y otra vez, Elena, ¿y qué hiciste? Le abriste las piernas al primer idiota que se cruzó en tu camino.

—Mam…

—No. Ni siquiera te atrevas. No quiero escucharte decirlo. Agradece que solo tienes un hijo y que es hombre, te dará menos problemas que si fuera una mujer.

Elena miró a la recién nacida y las palabras para pedir ayuda se atascaron en su garganta. Antes de que pudiera pensar en una frase para formular, Rebeca le quitó el celular de las manos y colgó la llamada.




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