Una madre sin esposo

XXX Las promesas valen más... y cuestan el doble.

 

 

La vida de Randall tras su relación con Elena se había partido a la mitad. Una parte de sí estaba con Elena, le llamaba por las mañanas, a veces la visitaba para tener tiempo a solas con ella; por las tardes, Elena le enviaba un mensaje durante su tiempo de comida y cuando ella salía del trabajo volvía a enviarle un mensaje al llegar a casa. Algunas noches se volvían a llamar y otras no. Y los sábados los pasaba con Elena desde temprano, el domingo iba a visitarla un momento solamente. Le gustaban sus fines de semana con Elena, compartir tiempo de calidad con ella y sus hijos. Entrenar box con Leonardo y escuchar las ocurrencias de Clare.

El domingo por la mañana se quedó en casa de Elena hasta mediodía, hicieron el desayuno juntos, fueron un rato a un parque que estaba a un par de cuadras con los niños y cuando dieron las doce se despidió con la promesa de llamar por la noche.

La otra parte de la vida de Randall era la misma. Pasaba de lunes a viernes trabajando arduamente en la oficina, cuando no estaba llamando con Elena estaba haciendo negocios, y mientras Elena le enviaba mensajes en el trabajo él estaba revisando cronogramas y proyectos de inversión; antes de que Elena le enviara el mensaje avisando que ya estaba en casa, Randall estaba en su casa con la mayoría de las luces apagadas leyendo algún libro en la biblioteca. Intentando apagar el silencio con el ruido de su lectura en voz alta.

Y cuando Elena no respondía los mensajes por quedarse dormida, Randall estaba acostado en la cama vacía girando de un lado a otro sin encontrar el lado cómodo del colchón ni sentir la calidez, aunque tuviera tres cobijas encima.

Y los fines de semana después de dejar a Elena regresaba a casa, arrancaba flores del jardín e iba puntual al cementerio para sentarse en la banca que había ocupado por diez años frente a la tumba de Laura.

Aunque ahora no sabía de qué hablarle a la lápida.

—Creo que dejaré de invertir —le contó a Laura sin saber de qué más hablarle que de negocios—. Tomas tampoco quiere invertir más, está saturado con la carga laboral.

Randall también estaba saturado, pero Randall ya no quería tener más trabajo, quería tiempo libre que le permitiera ir a casa de Elena por las mañanas para hacerle el amor.

Sin embargo, no podía hablarle de eso a su difunta mujer.

No era correcto.

—Clare se parece mucho a su padre —en cambio sí podía hablarle de los niños—, Leonardo no tanto… —pero no continúo esa idea, porque Clare solo se parecía físicamente a su padre y Leonardo tenía demasiado de Elena.

Randall había escuchado incontable cantidad de veces que parte de superar la muerte de una persona era dejar de visitar su tumba. Que lo más sano para él era honrar su memoria por lo que fue y dejar de aferrarse a una lápida. Que Laura ya no estaba en este plano existencial. Pero Randall se había jurado que no haría eso, que visitaría la tumba y cambiaría las flores cada semana sin falta. Las tumbas a los lados de la de Laura estaban abandonadas, eran personas que habían muerto en las mismas fechas que su esposa y solo la de su mujer se encontraba en excelente estado.

—Leí ayer un cuento, infantil, con más dibujos que letras debo admitir —decidió contarle a Laura—. Sobre las estrellas que dejan de brillar, cuando las estrellas se mueren en la Tierra las personas seguimos viendo su brillo por siglos.

Randall releyó el nombre completo de Laura sobre el granito de su lápida. Algunas veces Randall hacía uso de su imaginación para hacer que la imagen de Laura estuviera presente; la imaginó en ese momento sentada frente a sí con su espalda recargada en la lápida con las piernas cruzadas, con su cabeza ligeramente ladeada, su cabello negro rizado y revoltoso mientras le sonreía poniéndole toda su atención.

—¿Te conté que Clare tiene el color de ojos que tú tenías? O no, la verdad es que no sé, creo que eran un poco más verdes los tuyos y se te ponían más grises si llorabas.

Randall estaba sentado en la banca con sus codos sobre sus rodillas inclinado hacia el frente con el ramo de margaritas en sus manos. Clavando su mirada en el nombre de Laura.

—Creo que… te habría gustado para mí.

Pero ya no estaba hablando de Clare.

Randall se aclaró la garganta, pero no consiguió hacer que las palabras salieran después de esas.

—Una eternidad no habría suficiente contigo.

  

 

El jueves era el cumpleaños de Clare. Elena despertó a la niña cantándole y dándole su regalo de cumpleaños, una caja rosada que Clare abrió con prisas a pesar de tener los ojos aun medio cerrados.

Dentro había una Barbie nueva con una tienda de zapatos, ropa y bolsas. Clare saltó de emoción mientras le pedía a su mamá que sacara los zapatos rosas para Rosita. Al fin su muñeca iba acorde a la vestimenta impuesta por la niña.

Leonardo le dio el regalo que tenía guardado bajo su cama, lo había comprado junto a su papá algunas semanas antes, era un automóvil descapotado y rosado para sus barbies.

Más tarde, Elena llevó a la guardería un pastel para compartir con el resto de niños. Le tomó fotos con su cámara con la intención de revelar las fotografías y poder añadirlas a su colección de recuerdos en las paredes.

 

Al anochecer, pasó por los niños a casa de Rebeca y cuando iba llegando a su casa reconoció el automóvil de Randall frente a ésta.

No fue la única que lo hizo.

Randall tenía una caja grande y alta a su lado, estaba recargado contra la puerta de la casa.

—No debiste, Clare es una niña y no sabrá cuidar eso.

—Aun no has visto qué es.

—Estoy segura que sé lo que es.

Randall le sonrío antes de besar castamente la comisura de sus labios, mientras la niña estaba emocionada por ese juguete que parecía medir lo mismo que ella. Elena abrió la puerta y Randall, con ayuda de Clare, empujó el regalo hasta el centro de la sala.




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