Una madre sin esposo

XXXI No eres tú, soy yo

XXI No eres tú, soy yo

 

Hay secretos que son imposibles de mantener en silencio por mucho tiempo, secretos que se escurren entre miradas, en el modo de apretarse en un abrazo, en la sencillez de una caricia, secretos que poco a poco van siendo notorios contra la voluntad del que guarda silencio. Secretos que se escabullen en un apretón más largo de manos, en un tono tímido de voz al hablar, en los descontrolados pulsos del corazón.

El tipo de secretos que algunos sueñan con escuchar y otros desean no saber. Elena amaba a Randall, y cometió el error de permitir que las palabras salieran de manera accidental. Porque, aunque él la quería, no estaba listo para romper esa última promesa a Laura: no volver a amar a ninguna mujer. Y Elena atentaba contra la promesa que había hecho a su amada y difunta esposa.

 

A Elena le costó algunas semanas mantener resguardado sus sentimientos, hasta que una mañana en que Randall había pasado para compartir el desayuno y la cama con Elena, las palabras brotaron sin cuidado de ella.

Estaban haciendo el amor. Randall no le daba tregua de pensar con sensatez y entonces mientras él besaba su cuello repartiendo besos mientras sus manos iban conquistando cada centímetro de ella, las palabras salieron:

—Te amo.

Elena se tardó en descubrir que las palabras fueron dichas en voz alta. Randall se quedó quieto con su cabeza entre el cuello y hombro de Elena, mientras el deseo daba paso a la culpa.

Había una particularidad que le gustaba a Randall de Elena, no se parecía a Laura, ni el físico ni en su manera de ser, jamás había pensado en compararlas, porque al mirar a Elena no había modo de sobreponer el recuerdo de su esposa.

Hasta esa mañana.

Randall solo había estado con una mujer, porque Laura había aparecido demasiado pronto en su vida y no había dejado espacio para prestar su atención a más mujeres. Así que cuando Elena dijo que lo amaba en la cama recordó aquellas otras lejanas veces en que Laura se lo decía con ese mismo tono extasiado y cargado de ternura a la vez.

Llevaba una década sin oír esas palabras dirigidas hacia él, diez años sin ser amado era aterrador, pero más aterrador le resultaba pensar en ser amado después, peor aún en considerar amar después de Laura.

Randall no fue a su casa ese día más tarde, ni al siguiente, ni el que le siguió y cuando llegó el fin de semana Elena supo que no aparecería tampoco. Estaba tan acostumbrada a no ser correspondida que no le sorprendió.

Así que el sábado por la tarde, tomó a Leonardo y Clare y los llevó a casa de Rebeca, llegaron a casa de su hermana con tres mochilas para pasar el fin de semana.

Rebeca tenía una copa de vino lista para Elena.

—No debí decírselo, no quería hacerlo, solo se me escapó.

Rebeca le dio un apretón en el brazo.

—No te preocupes, estarás bien, eres muy fuerte, Elena.

Elena sacudió la cabeza antes de dar un trago a su copa.

—Estoy cansada de ser fuerte. Quiero poder desmoronarme sin preocuparme de las consecuencias.

—No es el tipo de privilegios que tengamos las mujeres.

—Pues deberíamos.

 

Cuando el lunes regresó a su casa se dedicó a limpiar sin reflexionar ni dejar que los pensamientos la volvieran emotiva. Tenía el corazón roto, pero ya se lo habían destruido hasta dejar cenizas antes, podía con ese rompimiento. Sin importar lo buen hombre que fuera Randall y lo valioso que fuese para ella, que su amor no fuera correspondido no se sentía ni de cerca a lo que le hizo Ernesto a su corazón.

Elena limpió y cuando estuvo todo listo, antes de dos horas, salió de la casa dispuesta a despejarse de un modo u otro.

El siguiente día ocurrió igual. Elena estaba molesta para entonces porque Clare comenzaba a preguntar por él, si no lo había hecho antes se debió exclusivamente a que tenía toda su atención la casa de unicornios, pero ahora que la emoción había disminuido notaba la ausencia de Randall. Y Leonardo algo debía sospechar, pero no se animaba a preguntarle.

El siguiente jueves, una semana exacta del escape de Randall, Elena se cansó y salió a buscarlo. Tenía una tarjeta como única pista de dónde podía trabajar Randall. Esperaba que Randall trabajara ahí.

Si iba a terminar con ella quería que fuera de frente, no permitiría que volvieran a dejarla sin darle al menos un par de palabras. Era un edificio céntrico y lujoso. Presionó el botón diez del elevador y esperó hasta llegar. Se encontró a una recepcionista.

—Busco al señor Randall.

—¿Randall qué?

—No lo sé, me dio esto.

Elena no sabía su apellido así que sacó la tarjeta negra que le había dado él y se la entregó a la mujer.

—El señor Ortiz se encuentra en una reunión, pero si gusta puede esperar. ¿Cuál es su nombre?

—Elena.

La mujer le dio una mirada atenta antes de ponerse de pie y caminar hacia una de las dos puertas que estaban a los lados de la recepción. Elena esperó de pie, no se iría hasta conseguir su cometido… o hasta que comenzara su jornada laboral, lo que ocurriera primero.

Cuando la recepcionista regresó venía acompañada de un hombre con traje. Risueño y simpático a la vista, pero fue por la forma y color de sus ojos que Elena supo de quien se trataba.

—Mi nombre es Tomas, mi hermano está ocupado, pero puedo acompañarte mientras tanto.

—Elena —se presentó extendiendo su brazo.

—He oído mucho de ti estos días —dijo él.

—Bien porque yo no he oído nada.

Y era cierto, Randall no le hablaba de su vida, no sabía que tenía un hermano, hasta hace poco había descubierto lo de su viudez y asumía que debía haber mucho más. Mucho más que él no había querido compartirle. Y Elena, por otro lado, lo había dejado entrar a cada rincón de su vida.

Tomas era más simpático que Randall y hacía reír a la gente de manera más sencilla con sus temas de conversación que usualmente iban de burlarse de políticos a hacer mofa de temas controversiales que en él no creaban discusión. Así que Elena estaba riéndose en la silla frente a su escritorio cuando apareció Randall en la oficina de su hermano.




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