Una madre sin esposo

XXXIII Si uno espera demasiado los amaneceres... se los pierde

XXXIII

El matrimonio de Elena y Ernesto luego de ese último bache en el que ella le pidió divorcio había cambiado por completo. Él se esforzó por ella, lo hizo como no lo había hecho en los últimos años.

Se aseguraba cada mañana que ella supiera que la amaba, a Elena le gusaban los detalles y él encontraba la manera de decírselo en banalidades: dejaba una frase escrita en el espejo del baño para que el vapor revelara el mensaje, le preparaba el café por las mañanas, le recordaba lo hermosa que era cuando ella empezaba con alguna inseguridad a su cuerpo y, cuando se aseguraba que Leonardo estaba dormido, le hacía el amor.

La frecuencia y constancia de su amor era para Elena lo único que importaba. Elena a cambio le daba tiempo y paciencia a su matrimonio, Si Ernesto quería cumplir sus metas y sueños, ella tenía intenciones de acompañarlo en el camino, y eso significaba que no siempre tenían los fines de semana libres, o que era complicado tomar las vacaciones sin algún cliente llamando o un proyecto laboral cruzándose en el camino. Ya tendrían tiempo, le repetía Ernesto, ya tendrían tiempo de viajar.

Elena lo creía porque el esfuerzo de Ernesto se veía recompensado en la guardería de Leonardo, en la ropa que vestían, la casa en la que vivían y que nunca tenían dificultades en comprar comida o pagar los gastos; aunque eso sí, desde que se reconciliaron Elena trabajaba. Porque ella también tenía aspiraciones: quería ser chef. Y Ernesto que era dado a perseguir sus sueños, apoyaba que ella los consiguiera también.

Ellos se amaban. Hasta que…

Hasta que Elena decidió sorprenderlo una tarde y decirle que estaba embarazada de nuevo. Entonces todo eso, todo su amor, toda su alegría y devoción se opacó por completo.

          —No hablas en serio, Elena —había dicho Ernesto sin dejar de mirar su vientre plano con los ojos entrecerrados como si hubiese una bomba nuclear ahí.

          —Sé que no era el plan, pero…

—¿Qué no era el plan? Te pedí una cosa, Elena. Solo una. Te dije que no quería más hijos, tú dijiste que estabas de acuerdo y que ibas a usar anticonceptivos.

—Las pastillas fallaron, no fue mi culpa.

—¿Pastillas? ¿No hablamos del DIU?

Sí. Elena le había dicho que se pondría el DIU, pero al investigarlo un poco más se dio cuenta que no quería pasar por ese procedimiento y que era más sencillo tomar una pastilla al día, aunque alguna vez la olvidó y asumía que el embarazo se debía a que tomó antibiótico un mes atrás.

—Las pastillas son más fáciles…

—Más fáciles de crear un bebé.

—Ernesto, sé que estás aterrado, yo tampoco esperaba esto.

—Tú querías esto, ¿por qué no lo admites? Tú querías un bebé.

Elena no respondió esta vez.

—No fue apropósito.

—Lo fue. Elena. LO fue. Si no ibas a usar el DIU debiste decírmelo y yo me habría realizado la vasectomía.

Elena abrió su boca con indignación.

—¿Y no importa lo que yo tenga que decir al respecto? —preguntó ella con enojo.

—¿Te importó a ti lo que yo tenía qué decir? —preguntó él señalando su vientre.

—Ernesto, estás asustado, pero será fácil.

Ernesto negó.

—Solo te pedí una cosa, Elena —le repitió—. No puedo dividir mi tiempo más, tengo que ser un buen padre para Leonardo, y un buen esposo para ti, y un buen prospecto a socio y un buen empleado y no tengo manera de dar más de mí. Estoy cansado, Elena.  No quiero volver a pasar por eso otra vez.

—No voy a abortar, si estás sugiriendo eso mi respuesta es no.

Ernesto se quedó en silencio y miro hacia el suelo.

—No estoy seguro que pueda hacer esto.

—Vas a hacerlo, vas a ser un gran padre. Es solo que estás asustado, ya se te pasara.

El error de Elena fue invalidar los miedos de él. Si ella se hubiese tomado con mayor seriedad las palabras de Ernesto se habría dedicado a mostrarle a él lo sencillo que sería un segundo bebé, o las ventajas de tener más de un hijo. Pero Elena no lo hizo, en cambio su segundo embarazo resultó estar lleno de mayores dificultades. Vomitaba cada mañana, no tenía apetito, se veía con un aspecto enfermizo, más cansada, más sensible, más intolerante a la cercanía de Ernesto. Y él dejó de prepararle el café matutino porque eso le provocaba nauseas, no volvió a dejarle notas en el espejo porque después de que Elena vomitaba se metía a bañar y luego él lo hacía; y cuando iba a acostar a Leonardo se encontraba con que su esposa estaba dormida o de malhumor.

Elena no lo notó, pero ella terminó por alejarlo.

El día que Clare nació, Ernesto llegó al hospital corriendo, había salido a una comisión en otra ciudad y tuvo que tomar un vuelo para llegar aunque no lo hizo a tiempo, para cuando llegó le dijeron que su esposa estaba en recuperación, pero que podía ver a la niña desde el cristal.

Clare estaba despierta mirando hacia arriba con sus ojos abiertos y atentos. No se parecía a Elena, ni a Leonardo. Era idéntica a él. Le había heredado el color oscuro del cabello y los ojos verdes mezclados con gris. Puso la mano sobre el cristal viendo a la pequeña completamente embelezado por ella. Se quedó ahí casi una hora sólo observando al diminuto bebé, indefenso, pequeño, que ya tenía todo su amor y a quien deseaba darle todo su tiempo.

Pero no podía.

Porque si le daba todo a Clare, se quedaría sin nada para sí mismo. Y si dejaba de lado sus sueños entonces nunca podría darles la vida que se merecían. 

—¿Quiere cargarla? —preguntó una enfermera que lo había observado desde hacía un rato, él asintió. Su pequeño cuerpo ni siquiera pesaba, la niña hizo intento de llorar, pero la acunó y balanceó con cuidado como había hecho con Leonardo noche tras noche cuando era un recién nacido.

Y recordó aquellos días en que apenas podía dormir, tenía que estudiar y luego iba a trabajar y por la madrugada apenas pegaba el ojo atento a su pequeño. ¿Cómo sería capaz de trabajar si debía cuidar de su familia noche y día? ¿Cómo iba a darles la vida que quería para ellos?      




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