Una mamá para Artemisa.

8. Despedida

 

PAOLA RAMÍREZ 

 

Observo perpleja al señor Amir y trato con fuerzas cósmicas, no ver el torso desprovisto de ropas y su inmenso cuerpo rodeado solo de una toalla delgada, que lo cubre bien y… ¡Dios, llévame! 

 

Lo que tiene de sabrosongo, lo tiene de loco. Está loco. 

 

—¿Géminis? —es lo más inteligente que puedo optar por decir o al menos, es la única pregunta estúpida que sale de mi boca. 

 

—He leído que son insoportables como usted y…

 

—Y también somos locos —gruño en defensiva, él abre su boca jadeando mientras observa a la pequeña niña en mis brazos con angustia, como si temiera a que le hiciera daño, sin embargo, su teatro es cero convincente. Quien lo vea se da cuenta de que no la quiere como un padre debería querer a su hija.

 

—Usted esta… ¡Está despedida! ¡Póngala en el coche y lárguese de mi casa! —inquiere y esta vez si me entra la angustia. 

 

—¡No me va a despedir! —me niego en seguida, necesito este trabajo como el aire para respirar y sobre mi cadáver me pasará lo mismo que ocurrió con el evento infortunado del sushi. 

 

—¡Claro que sí! 

 

—¡Que no! —defiendo mi puesto a todo lugar

 

—¡Que he dicho que sí! —apunta siniestro, yo trago saliva en aprietos. 

 

—¡No puede despedirme porque le caí bien a su hija, mire, ni llora conmigo! ¡Le gustan mis brazos! —agrego y este se pone tan rojo como un chirelito. 

 

—Pues, a mí me cayó pésimo y eso es lo importante… ¡Deme a mi hija y recoja sus cosas! —este llega y me la quita de los brazos mientras la arrulla en los suyos. En seguida un llanto estridente explota por toda la habitación. 

 

Yo abro mis ojos aún más de lo que ya los tenía y por más cruel que suene, ese llanto es mi esperanza. 

 

Y me aferro a él con todo lo que tengo. 

 

—¿Hija? No llores, pequeña —consuela su padre y, por más que la menea, no logra que aquel llanto cese. El gesto del señor Amir es perplejo y me atrevo a decir que hasta desesperado y desconcertado.

 

Como se nota que nunca la ha cargado entre sus brazos. 

 

—¿Por qué tiene que ser así? —rujo acercándome a su lado y aprovechándome de su consternación para tomar a la pequeña Artemisa. 

 

Este me la cede y jadea notoriamente cuando el llanto de aquella pequeña se calma enseguida. Su diminuto cuerpo se sobresalta en pequeñas respiraciones y recuerdo lo que me dijo una vecina sobre esto con su hijo pequeño. 

 

«Quedó sentida», recito las palabras en mi cabeza y no tardo en comentárselo. 

 

—Está comprobado que ellos sienten las emociones que transmitimos. Yo entiendo que usted sea… así —ahora quien le mira con desdén soy yo, evitando, por supuesto, ese torso de Dios griego—. Pero Artemisa y yo nos llevamos bien, estoy aquí para ser su mamá, no la suya. Lo mejor es que llevemos una relación de respeto y…

 

—¿Se te olvida quien paga? —rebate, yo abro mi boca y vuelvo a cerrarla al no hallar fallas en su lógica—. ¿Te parece mucho respeto compararme con un maldito dibujo animado verde? —gruñe tan hondo que tengo que tragar saliva. Es un ogro de verdad. Solo que ahora me cercioraré de decirlo solamente en mi mente.  

 

—No —acepto a regaña dientes mientras fijo mis ojos en los suyos. Su mirada huye de la mía con desprecio, como si su millonaria persona no mereciera verme a mí. Me cae horrible—. Tampoco es muy respetuoso que digamos decir que por mi signo soy insoportable —bufo entre dientes limpiando las mejillas de Artemisa, concentrándome en otra cosa que no sea su presencia ogristica

 

—Te escuché, escuché todo lo que dijiste —brama rabioso—. Vas a trabajar como se acordó, pero solo porque le caíste bien a mi hija y ella no es de llevarse bien con todo el mundo —agrega, por dentro quiero brincar mientras le saco el dedo del medio porque me salí con la mía. Se marcha dándome la espalda y por un segundo observo su redondez de abajo, pero rápidamente bajo mi vista para disimular cuando este se devuelve con una energía chispeante y, hasta, envidiable. 

 

»Y me harías un inmenso favor si dejas de mencionar cosas astrales y de signos delante de ella —yo asiento con mirada inocente. Este bufa de nuevo para irse lejos de aquí. 

 

Espero unos segundos prudentes para ver a Artemisa, esa que me observa con bastante curiosidad brillando en sus ojos. 

 

—Mira, todavía tienes lágrimas en tus pestañas, preciosa cosa —murmuro suavemente, los pequeños quejidos ya no salen de su boca—. Te encanta que te den atención, si señor —susurro y una sonrisa tierna de nuevo se marca en sus facciones. 

 

Ella es realmente un espectáculo.

 

La tomo para sacarle los gases y prepararla para dormir, solo espero no equivocarme en nada. Estoy dando mi mejor esfuerzo por mantener este trabajo, pero ese hombre y sus miradas raras no ayudan en nada. 




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