Una mamá para Artemisa.

11. Su rostro en todas partes

 

AMIR KAZEM

 

—Vete, ya no quiero revisarte nada —espeto quitando mis guantes para tirarlos al bote de basura y, apoyar una de mis manos de la pared para suspirar con un pesar inmenso. 

 

—¿Q-qué? —tartamudea ella, la escucho detrás y puedo sentir los dejos de decepción y desconcierto en su voz. Yo simplemente no puedo… no. 

 

—Que ya no me apetece, Danna. Lo retomamos luego —digo dándome vuelta para volver a mi escritorio. 

 

—¿Qué bicho te picó? ¿Crees que es solo cuando tú quieras? —indaga roja de la rabia, yo asiento. 

 

—Básicamente, has sido tú quien ha llegado y…

 

—Y yo no te vi muy renuente a hacerlo —me interrumpe, yo suspiro. 

 

—Pues, pero ahora resulta que no quiero. ¿Me vas a obligar tú? —pregunto sintiéndome algo indignado—. Yo decido con quien sí, con quien no y con quien nunca más… y por lo visto, contigo más nunca —respondo. 

 

—No puedes ser tan insensible —responde cabreada, con su boca abierta de la impresión, yo no puedo creer que es esta edad, tenga que lidiar con cosas como estas.

 

—¿Insensible? ¿Pero te das cuenta con quién estás hablando? —me señalo—. Nunca dijimos que tendríamos algo más que este juego casual y sin compromisos, que justo ahora, ya no me apetece nunca más —remarco mis últimas palabras mirándola directamente a los ojos, ella baja sus hombros con gesto de derrota. 

 

—Nunca me dejarás ganar, siempre es lo que quieras… está bien, me disculpo; pero no terminemos eso, estoy dispuesta a no reclamar nada —expresa y ahora quien abre la boca soy yo. 

 

¿Cómo es que puede permitirse eso? ¿Por mi atención? Ella debe estar loca. 

 

—Todo mal, Danna… todo mal —niego incrédulo—. Cierra la puerta con seguro al marcharte, por favor. Piensa bien las cosas que dices, no es sano lo que intentas —le aconsejo. Yo trato por todos mis medios de no pensar que la terminé rechazando por culpa de la madre sustituta de mi hija y sus ojos extraños. 

 

Y su rostro intruso que se vino a mi mente en un momento tan íntimo como el pasado. Dios… esto pinta mal, terrible. 

 

—¿Es por ella, verdad? Por la mocosa que tienes como hija y que ni siquiera quieres —espeta despectiva y juro, juro por todos los cielos que tengo que tomar toda la fuerza que conllevo para no sacarla a patadas de mi espacio. 

 

—Esta conversación ha terminado —mi tono de voz cambia, la compasión se ha esfumado y ahora matices gruesas son las que lleva—. Esto se ha terminado, ¿quieres que te lo escriba o lo grite por todo el infeliz hospital? —indago en un gruñido mientras me levanto de mi escritorio, sintiendo una furia incontenible a la par que me apoyo de este con mis manos hechas puños. 

 

—No…

 

—¡Márchate! ¡Desaparece de mi vista! —grito golpeando mi escritorio con tanta fuerza que varias cosas caen de él, ella abre sus ojos en desmedida y con manos temblorosas termina de ajustar su bata para abrir la puerta e irse disimulando que nada ocurrió. 

 

Pretendiendo que no ha insultado a la persona más importante de mi vida. La rabia que se acrecienta en cada latido es peligrosa; es… destructora. 

 

Solo una cosa puede calmarlo, y es ella… es mi Artemisa. 

 

Lamento con todas mis fuerzas ese momento de debilidad, donde, gracias al Alcohol, le hablé de ella. 

 

¿Cómo se me pudo ocurrir? ¿Cómo es que fui tan mal padre? 

 

Se supone que estoy para protegerla, no para nombrarla delante de cualquiera, como si fuera una nimiedad, como si no fuera la persona más importante que tengo en mi vida, lo que amo incondicionalmente. 

 

Me levanto decidiendo que ya basta de “trabajo” por el día de hoy. Ella es todo lo que necesito. Verla, sentirla; escuchar sus carcajadas, es todo lo que quiero. 

 

Danna no saldrá ilesa por este teatro. 

 

Tomo mi maletín y decidido a ir a su búsqueda, me salgo del trabajo postergando todas mis citas médicas para el día de mañana. Por suerte no eran prioridad. 

 

Camino y no puedo dejar de pensar en qué hacer para que ella pague sus palabras llenas de desprecio. Ya se me ocurrirá algo. Ser el socio mayoritario de este hospital da ciertos beneficios y le puedo dar por donde más le duele. Lo sé y es precisamente lo que haré. 

 

Enciendo mi Tesla rojo y prendo la radio para escuchar música que me relaje, pero enseguida la apago en medio de una mueca porque sé que una sola personita es quien tiene ese poder sobre mí. 

 

Sin embargo, detrás de todo un pensamiento latente no me abandona y me preocupa, me pone alerta y temo que me vuelva más hostil; el hecho de que su rostro aparezca en momentos como ese que pasó anteriormente.

 

Aflojo mi corbata mientras trago un nudo de saliva que casi me hace ahogar. 

 

«Alá, no abandones a tu hijo», ruego internamente. 




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