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Todo estaba oscuro. La lluvia era el testigo del problema que tenía en ese momento. Mi parte normal se fue, dando lugar a mi otro ser. Sabía a la perfección que mi vida cambió. Ya no podré escapar de esto. Elevé la mirada al cielo, mientras sangre rodaba por mi brazo derecho. Todo mi cuerpo estaba débil, imposibilitando que caminara bien. Sin embargo, debía de hacerlo, ya que mi vida dependía de ello. Caminé a paso lento por el cieno del lugar. Alrededor se adornaba de ciprés. La lluvia y la oscuridad hacían conjunto con el panorama tétrico.
Una escena que leí de esos libros de suspensos.
El viento helado pasó por mi cuerpo, estremeciéndome. Mi cabello azabache se pegaba a mi rostro. Tenía heridas en los pómulos y mi ropa estaba rasgada, hecha un harapo. Aceleré mis pasos, pero al hacerlo, casi caigo atrás al ver a alguien aterrizar. La sensación de muerte, chocó con mi alma. Retrocedí dos pasos al apreciarlo de pie y con esa mirada hermosa que poseía.
La sensación de muerte desapareció, reemplazando a una tranquila.
¿Por qué tenía una mirada aterrada?
Él nunca dejó de estar a mi lado. Ahora, estaba aquí para asesinarme. ¿Lo hará?
—Haz lo que te mandaron hacer. Si tengo que morir en tus manos que así sea.
Mis palabras se clavaron en él.
Se tensó, mientras se acercaba a mi cuerpo herido, quedando a centímetros. Su semblante era sombrío. Sus ojos estaban decaídos. A pesar de la lluvia que nos mojaba, no dejaba de observarlo. Sabía a la perfección que no era un asesino. Sin embargo, uno de los dos, debía de morir. Sonreí débil y triste. Saqué de un costado esa daga. Al hacerlo, la tez de su rostro, se puso pálida. Sin pensar en nada, la clavé en mi pecho. El dolor atravesó cada rincón de mi cuerpo. Sangre salió a borbotones.
No quería que fuera testigo de mi muerte; sin embargo, tampoco deseaba que siguiera mortificándose y peleándose con los suyos.
Lo que sentía por él, era amor, pero para los otros…
Era un pecado mortal.
—¿Qué hiciste?— preguntó, sosteniendo mi cuerpo moribundo. Mis ojos estaban por cerrarse. Su voz aterciopelada sonó angustiada y frustrada. Mi amado estaba sufriendo por mi decisión mortal. Mi vista se volvió borrosa, pero antes que diera mi último aliento de vida, hablé:
—Si mi pecado fue amarte, dichosa fui de cometerlo —susurré. Alcé la mano y acaricié su rostro lívido y adolorido. Nunca olvidaría su cabello dorado, su sonrisa, amabilidad, sentido del humor, su caballerosidad. Todo de él, lo llevaré hasta mi muerte. Sus hermosos verdosos claros, se llenaron de lágrimas, mientras me abrazó con fuerza contra su cuerpo—. Adiós, Darquiel.
Lo último que escuché, fue el pliegue de sus alas y un lamento helante.