Una musa para dos

1| Mujer soltera busca

Y por si se preguntaban quién es esa tal ‘mujer soltera busca’, pues esa vendría a ser yo. Y no, no crean que iba a poner un anuncio para buscar roomates que iniciara con un avasallante ‘Mujer soltera busca’ ¡Claro que no! Eso habría sido más adecuado para la página de ‘Corazones Solitarios’, ¿no creen? Pero en el titular de un capítulo suena interesante, así que, mis disculpas por la confusión.

“Escritora de treinta años busca roomates para compartir vivienda en excelente estado (subráyese la palabra ‘excelente’), ubicada en el barrio de La Floresta, uno de los sectores más centrales de La Capital, cerca de todos los servicios y en el corazón de la movida cultural capitalina. Si quieres más detalles, escríbeme a galateamolinari@we.com”.

Ese sí que es un buen encabezado para un anuncio de bienes raíces. Suena serio, profesional y, además, el hecho de que sea escritora –o que me denomine como tal– como que le otorga un toque de glamour al asunto, ¿a que no? Así espanto a los ingenieros en sistemas y administradores de empresas que escuchan reguetón o salsa choke por las mañanas mientras realizan su rutina fitness y planean inscribirse en la media maratón de los 10k.

Porque, admitámoslo: a mí solo me interesa rodearme de artistas.

Y ese será, precisamente, el filtro que utilizaré para elegir a mis potenciales nuevos compañeros de casa. Ah… y que sean hombres, de preferencia. No es que tenga nada en contra de las mujeres. Más bien todo lo contrario: amo a las mujeres, respeto a las mujeres, ¡soy-una-mujer! Y creo que, por lo mismo, conmigo tengo más que suficiente. Además, me hace falta tener cerca a un par de jóvenes adultos con fuerza suficiente para que me ayuden a abrir unos cuantos frascos que tengo refundidos por ahí y a cargar bidones de agua. Y no quisiera explotar, digo, forzar a las chicas a hacer trabajos que podrían lastimar sus cuerpos. Pero, sobre todo, es a mí a quien no le interesa hacer el trabajo duro.

Así es, ya lo dije. Ahora, a lo que vinimos.

Y bueno, no nos digamos mentiras, tampoco me vendría mal un poco de acción (si saben a lo que me refiero). O sea, dos muchachos de buen ver, artistas con conexiones, con perspectivas, ¡con futuro!, que me ayuden a insertarme en la escena cultural capitalina. No saben lo bien que eso le haría a mi carrera literaria y además… Ah… ¡a quién engaño!, necesito un poco de cariño, maldita sea. Amor, sí, esa sería la correcta selección de palabras. O por lo menos sexo, ustedes saben, un poco de acción en mi cama o en la suya –lo que suceda primero–, no estaría de más, ¿no les parece?

Es que he estado tan sola los últimos meses (en realidad, debería decir… años, pero no lo haré, porque quedaría como una completa perdedora). Y porque también me urge una buena dosis de testosterona rondando por la casa. Sí, sí, lo sé. Soy una desvergonzada, no necesitan juzgarme, porque yo ya lo he hecho por ustedes. Pero, ¿no les parece acaso un buen negocio tener a dos interesantes artistas durmiendo en la habitación contigua, con quienes pueda haber un poquito de salseo, digamos, así como para darle un poco más de sabor a la vida?

No es que me quiera casar, o algo por el estilo, vamos. No le estoy tendiendo una trampa a nadie. Solamente necesito un poco de compañía, ustedes saben, para paliar en algo esta soledad. No necesita haber una relación de por medio, me podría conformar, incluso, con una relación platónica. Nada físico, solo filtreo y coqueteo inocente. ¿Sueno demasiado desesperada? Porque, si es así, lo siento en el alma, pero una debe jugar las cartas que le tocan con la mano que la vida le ha dado. Y por primera vez en mi vida, tengo en mis manos la autonomía para meter a quien se me dé la regalada gana en mi casa.

Y no habrá poder humano que pueda hacer algo para evitarlo.

Ustedes se preguntarán cómo carajos una mujer soltera de treinta años que se dedica a la literatura está en posición de subarrendar una propiedad que obviamente le queda demasiado grande. Pues, bueno. Supongo que podrán inferir que no se la robé a nadie, ni que me la compré con el dinero ganado producto del sudor de mi frente de autora crónicamente subempleada.

Aquellos que adivinaron que vivo en aquella casa enorme porque mis venerables padres, cansados ya de mi incapacidad peregrina para hacer plata, decidieron deponer las armas y largarse a vivir a las Islas Galápagos, para tratar la artritis de mi madre y evitar morir de aburrimiento porque su única hija no les ha regalado ningún nieto; pues, como decía, a todos aquellos que supusieron que soy incapaz de ganarme la vida lo suficiente como para pagar mi propio alojamiento –y menos aún uno tan espacioso–, no puedo hacer otra cosa que darles la razón.

Y, por cierto, antes de que se les ponga verde la cara de la envidia, permítanme aclararles que mis padres no me advirtieron que la casa necesitaba mantenimiento urgente, con la finalidad de que las palomas no acaben aniquilando no solamente el tejado sino también los balcones, el ático y, ya que nos ponemos dramáticos, todo el interior de la propiedad. Y ya mejor no hablemos de los pisos, cuyo parquet en algunos ambientes está a punto de saltar como palomitas de maíz en el microondas, todo ello por efecto de la humedad. Detalles insignificantes que he tenido la prudencia de callar, en orden de atrapar a un par de incautos, qué digo, de inquilinos que me ayuden a pagar las cuentas del obrero que ya he contratado, pero al que no le he pagado ni siquiera el adelanto de los materiales.

Espero, por la caridad de las diosas, que mis próximos roomates no sean tan quisquillosos, de lo contrario, me veré en la obligación de persuadirlos para que no salgan corriendo de mi casa, utilizando las armas que Dios me ha dado; esto es, mi inteligencia y mi nunca bien valorada capacidad de mentir.




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