Una musa para dos

2 | El primer pez ha picado

Tristán. ¿No les parece acaso el nombre de un príncipe? O el de un caballero, al menos, de esos de la Mesa Redonda del Rey Arturo. Pues bien, el Tristán del que les voy a hablar se vendría a parecer a Sir Lancelot, pero no por las razones correctas.

Y digamos que Tris fue el primero en escribir y, francamente, no me sorprende en absoluto. La última vez que lo vi en su apartamento –ese hoyo decadente cuyo lujo vanguardista había conocido tiempos mejores– el polvo asentado sobre los muebles fácilmente habría llegado a las dos micras. No me extraña que sus padres le hubieran pedido el departamento para remodelarlo y rentarlo a alguien que sí pudiera pagarlo, pero no me deja de parecer un gesto un tanto cruel de su parte.

Tal vez su papi y mami solo quieren que se espabile un poco.

“Querida Gala: no sé si me recuerdas. Soy Tristán, el tipo que te eliminó de Facebook por allá por el 2014. Sí, no tengo derecho a escribirte de nuevo, pero aquí estoy. Y te escribo porque estoy desesperado. A ti no tengo por qué mentirte. Necesito alojamiento ya y, francamente, no me interesa ir a parar a un cuartucho de cincuenta dólares al mes allá por el sur de la ciudad. Tengo mis estándares, ¿sabes? Y preferiría poder negociar el precio que ofreces en persona. Claro, si no te molesta”.

Lo que me faltaba: un ‘casi algo’ pequeñoburgués venido a menos que golpea mi puerta por una segunda oportunidad. Pero no por la segunda oportunidad que a mí me hubiera gustado darle.

Pues bien, analicemos la situación.

No me pienso ir por las ramas. En primer lugar, Tristán es un tipo atractivo. De esos con los que una mujer como yo definitivamente se dejaría ver por los cafés de la ciudad. Es culto, bien educado, con un aire de gentleman trágico y toda su dentadura bien puesta (lo que es un milagro, si consideramos sus más que cuestionables aficiones pasadas a las sustancias psicotrópicas).

Pero tampoco es un adicto, vamos, y está de muy buen ver. Si lo acepto –y no digo que eso vaya a pasar–, necesitaría ponerle unas cuantas condiciones:

  1. Que pague la renta a tiempo (o, al menos, que la pague). Que pida prestado a su padre, de ser necesario.
  2. Que limpie su maldita habitación. Y lo mismo aplicaría para la cocina, el baño y cualquier espacio que se le ocurra habitar (no pienso convertirme en la criada de nadie).
  3. Que mantengamos bastante claros los límites de nuestra amistad (esto va a ser mucho, pero mucho más difícil, sin embargo, al menos tendré que decírselo, para que no se me quiera pasar de listo después).
  4. Que si va a traer a casa a alguna ‘amiguita’, al menos lo avise con anticipación, para prepararme psicológicamente (claro que preferiría clavarme un tenedor en los ojos antes de decirle esto último).

Sí, sí, ya se que dije en el capítulo anterior que me gustaría coquetear con mis compañeros de habitación. Pero no con Tris. No necesito explicarles que él y yo tenemos una historia, ¿saben? Y francamente, no terminó muy bien la primera vez. Así que tampoco me interesa que termine mal una segunda. ¿O sí?

En fin, si Tristán no acepta mis condiciones, me será imposible aceptarlo, otra vez, en mi vida (y de mi cama, ni hablemos). Pero, vamos, tampoco es que estoy exigiendo nada fuera de lo común. Y ya va siendo hora de que este compadre y yo ajustemos cuentas (ya que me debe unas cuantas, y no, no se trata de dinero, sino de explicaciones).

Pero todo ello, lo iremos haciendo a su tiempo.

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En el momento en el que abrí la puerta, al día siguiente de enviado su mensaje y a las once de la mañana, la verdad es que no me esperaba de su parte ni la mitad del entusiasmo ni la cuarta parte de la simpatía.

–¡Galita! –dijo Tristán con esa voz de género ambiguo que había olvidado casi por completo–. ¡Tanto tiempo sin vernos!

Y me abrazó con ese par de brazos estilizados que solo un hombre de uno noventa podría ostentar sin verse ridículo en el proceso. No correspondí a su abrazo, en un principio, pero unos segundos después, tal vez dos o tres, no me pareció una mala idea apretar esa espalda delgada e interminable, cubierta por aquel suéter habano de diseñador que parecía desaliñado a propósito, porque era parte del estilo de su outfit.

–Estás preciosa –continuó, una vez que me soltó y me miró a los ojos con aire condescendiente, como un padre vería a su niña de un metro sesenta, desde muy, pero muy arriba–. Los años no han pasado por ti.

Los hombres deberían saber que no es buen negocio mencionar la edad de las mujeres si de halagarlas se trata. Ni para bien, ni para mal.

–Los años han pasado a través de mí –respondí, con énfasis en las palabras a-tra-vés, para que quedara bien claro–. Adelante, Tris, estás en tu casa.

Y me hice a un lado de la puerta de doble hoja diseñada a mediados del siglo XX de mi hermosa villa modernista, que estaría a punto de ser visitada por el que sería el primero de sus huéspedes.

Tristán pasó a través de la puerta y lo primero que vio fueron las cenefas del techo.

–Arquitectura italiana de los años cuarenta –mi querido amigo no podía evitar emitir uno de sus comentarios de sabelotodo-hecho-a-sí-mismo–. Me encantan las casas con actitud.




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