Una musa para dos

3 | La pesca mayor

“Hola, Galatea. Espero que este correo te encuentre bien. Leí el anuncio y estoy interesado en rentar uno de tus espacios. Por favor indícame el día y la hora en la que podría visitarte. Un abrazo,

Alekséi”.

Okey, esto sí que no me lo esperaba.

Momentito. Vamos a analizar este mensaje con detenimiento:

“Hola, Galatea”: Un saludo bastante parco, aunque muy digno de un tipo como Aleks, si se me permite opinar.

“Espero que este correo te encuentre bien”: Pues vaya que este correo me encuentra de maravilla, considerando la grata sorpresa que un hombre tan poco dado a los mensajes de texto (o telefónicos, o mensajes en general) me acaba de dar.

“Leí el anuncio y estoy interesado en rentar uno de tus espacios”: ¿Uno de mis ‘espacios’, dice? El buen Alekséi, siempre utilizando eufemismos para maquillar el hecho de que a sus treinta y pocos, aún no puede costearse un ‘espacio’ exclusivamente para él.

“Por favor indícame el día y la hora en la que podría visitarte”: Pues tú puedes visitarme a la hora que te dé la gana, papacito. Pero ojalá y me encuentres bien bañada y depilada. Digo, por si se presentara la oportunidad de ya tú sabes qué.

“Un abrazo”: Esta es, sin duda, la despedida más cálida que he recibido por parte de Alekséi Galvés en ¿cuánto? ¿por lo menos diez años?

El mensaje de este hombre llega en el momento preciso. Había estado entrevistando a varios candidatos, y la verdad es que, entre él y un supuesto ‘artista multidisciplinario autodidacta’ que se dedica por las mañanas a los títeres y por las noches al fascinante negocio de la guardianía de una fábrica de medias, pues prefiero mil veces a mi Aleks (el malo conocido), ya que al menos sé a ciencia cierta a lo que se dedica.

Y no me malentiendan. No es que Aleksito sea una mala persona. Es solo que, digamos, necesitas conocerlo muy a fondo para que, eventualmente, te llegue a caer bien. Y ese es precisamente el problema, porque digamos que el susodicho no es lo que se podría llamar un ‘libro abierto’. Pero, en ese aspecto, tengo casi toda la batalla ganada, ya que resulta que él y Tristán se conocen. Y no solo eso, sino que, hasta donde yo sé, los dos son muy buenos amigos.

O al menos, todo lo ‘buen amigo’ que se podría llegar a ser de un hombre como Aleks.

Con todos estos antecedentes, sobra decir que le di cita para el día siguiente a las nueve de la mañana. Y sobra decir también que la noche anterior tuve una sesión de spa depilatorio completo, porque al Destino se lo debe enfrentar con la mejor cara y hasta con optimismo, ¿no creen?

Y aunque las posibilidades de que algo más allá de un beso en la mejilla llegaran a pasar con Alekséi son virtualmente iguales a cero, al menos por un momento, me permití el derecho a soñar.

Además, habría que anotar que ya me había gastado la mitad del dinero que Tristán me pagó por adelantado. Pero no piensen mal, usé la plata para dejar su habitación a punto y así poder ganar tiempo con él, mientras veía cómo disimular los otros mil desperfectos de la casa.       

Así que necesitaba rentar a mi otro amigo ‘su espacio’ bastante rápido y a como diera lugar.

Alekséi llegó con su acostumbrada puntualidad espartana; esto es, quince minutos antes de la hora. Pero no importaba porque, como ya me lo conozco, había anticipado esta posibilidad.

Nos recibimos mutuamente con un abrazo mucho más cálido del que yo hubiera podido esperar. Usualmente, la que se lanza a sus brazos con los ojos desorbitados y la sonrisa de oreja a oreja soy yo, y Aleks se limita a abrazarme también, con la mitad de la efusividad y, en resumidas cuentas, muy dispuesto dejarse querer sin dar mucho a cambio.

Pero aquella mañana me contuve. No sé, quería verme más profesional, o más formal, quizás, considerando las circunstancias de nuestro encuentro.

Lo noté un poco más grueso de carnes que lo que acostumbraba. Alekséi nunca ha sido delgado, vamos, pero a los treinta y cuatro como que le había empezado a aparecer esa consabida panza de papá-soltero/papá-casado.

Pero me daba igual: seguía estando como para comérselo.

A la pesca mayor le correspondía, por derecho, la joya de la corona de mi villa señorial de mediados del siglo XX. Así que lo llevé directo al ala oeste, hacia una puerta de madera de roble tallada de doble hoja, y con gesto teatral la abrí con ambas manos para dejar ver, en toda su magnificencia, el iluminado espacio rodeado de ventanales que tenía reservado para mis potenciales roomates con mayor poder económico o prestigio artístico (lo que sucediera primero).

Y digamos que Alekséi comenzaba a gozar, por entonces, tanto de lo uno como de lo otro, aunque no todavía a la medida en que a ambos nos hubiera gustado que así fuera.

–Había pensado que podrías usar este espacio como tu estudio –le dije, mientras entraba primero y lo invitaba con los ojos y la cabeza a pasar. Alekséi emitió una de sus medias sonrisas e ingresó tímidamente, mientras acariciaba el roble tallado de las puertas–. ¿Qué te parece?

Como siempre, mi invitado se tomó su tiempo para contestar.

–La iluminación es perfecta –fue todo lo que avanzó a decir, mientras recorría de cabo a rabo el perímetro de su futuro taller de artista-pintor-figurativo-de-la-cotidianidad.




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