“Necesito el reportaje para el lunes a primera hora de la mañana, y la entrevista para el viernes. No sé cómo lo vas a lograr o con quién tendrás que acostarte para conseguirlo. No me interesan los medios, sino los fines. Confío en tu pericia como reportera para completar esta misión. Ah, y una cosa más: no quiero excusas, cariño, sino resultados.
Un abrazo,
Aly”.
Esa era Alicia López Pereira de la Cadena, mejor conocida por sus amigos como Aly. Y se trata de mi superexitosa, archiconocida y megademandante jefa. Bueh… decir que sea mi jefa es un overstatement en toda regla. Pero, de nuevo, se vale soñar.
Pues resulta que trabajo para su revista, Pez Espada, en calidad de escritora freelance, por supuesto. Y aquella noche me lanzó un hueso que probablemente salvaría las cuentas de la mitad de aquel mes, lo que, en mi caso, vendría a ser todo un logro.
Al nombre del potencial entrevistado ya lo mencioné en capítulos anteriores: Cosme Bravata, pintor capitalino que reside en Paris desde hace treinta años pero que, de vez en cuando, se deja ver por nuestra querida ciudad, La Capital, para deleitarnos con su inconmensurable talento, regalándonos alguna exposición en su casa-taller, ubicada en el tradicional barrio de San Marcos, conocido por ser el centro gentrificado que reúne a más artistas visuales y plásticos reconocidos y no tanto por metro cuadrado que el mismísimo Soho de Nueva York.
Aunque esto último, tal vez lo esté exagerando.
Decía también que, en tiempos mejores, Alekséi solía vivir en aquel vecindario con su mujer y su pequeño hijo, y mencioné asimismo que mi querido amigo-crush-de-la-postadolescencia es discípulo del maestro. Con que ahí se encuentra mi boleto para asistir a la inauguración de la exposición anual “Matutinos”, obra del Maestro Bravata, reservada solo a sus amistades más cercanas y a personalidades destacadas de la escena artística nacional.
Y cabe destacar que yo no pertenezco a ninguna de las dos categorías.
«Llévame contigo a la inauguración de la muestra, Aleksito, por fa…».
Sí, ese habría sido mi parlamento si tan solo tuviese un mínimo de confianza en mí misma y cero miedo al rechazo. Pero esa, por supuesto, no soy yo. Así que me callé la boca y busqué otros medios para poder asistir a esa bendita inauguración.
Y no necesito señalar que no fueron los medios más políticamente correctos.
Es así que aquel 24 de marzo me atavié con mis mejores galas de reportera-cultural-hípster-pseudointelectual y llegué a la casona de Cosme Bravata faltando un cuarto para las ocho de la noche, quince minutos antes de la ceremonia de apertura de la muestra. La puerta de la maison estaba todavía abierta, y la anfitriona del evento se hallaba ya lo suficientemente cansada como para no verificar que mi nombre no era… ¡adivinaron! Alicia López Pereira de la Cadena.
Debo decir que me la jugué en serio, pero vamos, si la chica me hubiese pedido una identificación, simplemente habría fingido haberla olvidado y asunto arreglado: o me despedía o me dejaba pasar. No es que me hubiera escoltado la policía en el proceso, o algo así.
De hecho, fue muchísimo más fácil de lo que podía imaginar.
Atravesé el primer patio andaluz de mediados del siglo XIX con una pileta tallada en piedra que, contrario a lo que solía pasar en viviendas análogas, todavía funcionaba e, incluso, albergaba uno que otro pececito dorado entre sus aguas.
El portón que invitaba a los asistentes a la exhibición estaba abierto de par en par y no tan atestado de gente como esperaba. Eso dificultaba mi misión, ya que mi plan consistía en camuflarme entre la multitud y acercarme lo suficientemente al maestro ya con un par de copas encima para, entonces sí, armarme de valor para abordarlo, presentarme y solicitarle una entrevista, de esas a las que usualmente acostumbraba negarse, bajo el argumento de que mi querido país nunca le había dado el reconocimiento que se merecía.
Y yo no era precisamente nadie para contradecirlo, porque, vamos, tenía razón.
Además, no era un secreto para nadie que el ego del maestro era demasiado grande para caber en La Capital, razón por la cual se mudó a París, solo para darse cuenta de que los pintores figurativos latinoamericanos habían pasado de moda hace como cien años y que a nadie le interesaba mucho que digamos su trabajo por allá. De modo que venía a La Capital cada tanto para su baño anual de popularidad, entre la burguesía más rancia de la ciudad, que era la única que le encargaba retratos, por los que cobraba sumas de cuatro a cinco cifras, dependiendo del formato.
Una mesera absurdamente joven me ofreció una copa de vino que acepté sin agradecer. Apoyada en la puerta de la sala principal de la exhibición, me dediqué a esperar con paciencia a que terminara el discurso de la curadora, del artista y de uno que otro adulador que no paraba de echar flores al maestro, con la esperanza (quizás) de que les concediera un descuento en su próximo retrato familiar.
–¿Por qué no me avisaste que vendrías? –esa voz me resultaba más que familiar, y venía de mis espaldas, hacia mi nuca, concretamente, y me puso la piel de gallina.
No ayudó que esa voz baja y sensual estuviera acompañada de un ligero pellizco a los lados de mi cintura.
Con seguridad, Aleks se había comportado bastante… físico, las dos últimas veces que habíamos tenido un encuentro directo.
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Editado: 29.10.2023