Una musa para dos

10 | El hombre más difícil del planeta

–¿Meternos en un tremendo lío? –fue lo que le pregunté a Alekséi, hecha la desentendida, para que me aclarara, de relancina, qué implicaciones tendría el hecho de que me tocara desnudarme para que el Maestro me pintara, con el único propósito de obtener de él una entrevista–. Y eso, ¿en qué te afecta a ti?

Aleks me quedó viendo como si yo fuera una especie de débil mental, la verdad es que no daba crédito a mi insensatez.

–Cosme está casado.

–No lo sabía –mentí, descaradamente. Por supuesto que había hecho mi tarea. Por supuesto que había visto todas las publicaciones de Facebook e Instagram del Maestro Bravata y me había percatado de la existencia de la muchacha, de su edad aproximada y hasta de su nacionalidad–. ¿Y eso qué tiene que ver?

–Que ella averiguará que yo te presenté a Cosme y no quiero problemas con esa mujer–. Alekséi tomó al vuelo una copa de vino blanco que uno de los meseros que iba a pasarnos de largo llevaba en su bandeja. Y de paso, se atajó un canapé de camarones que, por supuesto, no me convidó.

Apuró un bocado de vino y luego se tragó el bocadillo entero.

Y por un momento, yo quise ser el bocadillo. O, al menos, el trago de vino feo.

–Pero no va a pasar nada –respondí a Alekséi, mientras veía con nostalgia cómo se me escapaban de las manos las bandejas de bocaditos, mientras los meseros se alejaban–. Solo es trabajo, de parte y parte.

–Nada es solamente trabajo para Cosme Bravata –replicó Aleks. Y por primera vez en demasiados años vi que se dirigía a mí, nervioso… y hasta ansioso. Aquello me preocupó–. Pero es tu decisión, Galatea. No es asunto mío.

–Hace unos segundos lo era –dije yo, como para meter cizaña–. Hay algo que no quieres decirme, Aleks. Te conozco.

Por aquel tiempo, mi falta de autocrítica era tal, que yo estaba muy segura de conocer al hombre más inescrutable del mundo.

Aleks me hizo un ademán de que lo siguiera hasta el fondo de la galería en la que se exponían los cuadros de gran formato con desnudos femeninos en su mayoría. En la esquina del salón, se hallaba una discreta salida a unas escaleras que conducían a la azotea de la casona de Bravata. Subimos los estrechos tramos de piedra y adobe, cercados por gruesas paredes irregulares, hasta salir a una terraza rodeada de tejados, desde la que se apreciaba una vista espectacular del centro histórico de La Capital.

Mi amigo me señaló, con su mano, una banca de piedra, ubicada en el cerramiento que separaba la azotea del vacío, me senté de cara a él y Aleks tomó asiento junto a mí, con su cuerpo girado a medias para no perder el contacto visual.

–Lo que te voy a decir te lo confío porque sé quién eres y estoy segura de que no me vas a traicionar.

Su tono solemne no me era extraño. Alekséi Galvés es un tipo que no acostumbra a jugar. Me limité a escucharlo en silencio, no sin antes asentir como una niña que está a punto de recibir el sermón de su padre.

–Cosme Bravata es un coleccionista de v@gin@s –dijo, tajante–. Ya lo dije. Tú sabrás qué hacer con esa información.

Luego, Aleks volteó su torso y rostro hacia la vista panorámica de las pequeñas casas de tejados ocres e iglesias del siglo XVI, hacia las montañas y hacia las nubes, en silencio.

–Gracias por advertírmelo –me levanté y me posé detrás de él mientras le tomaba de los hombros.

Alekséi pareció sentirse cómodo con ese gesto mío, tanto que echó para atrás su cabeza y espalda, hasta quedar apoyado sobre mi plexo solar. Así permanecimos un largo rato, sin poder mirar las estrellas, como habíamos hecho alguna vez, en el pasado, en ese campamento bendito que hizo que me enamorara si cabe aún más de él, sin proponérmelo siquiera. Y sin apenas darme cuenta de ello.

Aquello fue en otra vida, quizás en 2010. Por entonces éramos unos pipiolos de veinte y veintidós años, respectivamente. Él algo mayor que yo, pero con mil kilómetros más de recorrido. Me invitó a acampar a las montañas y yo nunca había hecho algo así: dormir a la interperie, aislada… y con un hombre. Sí, en especial, eso último.

Mis amigas del colegio solían llamarme, con una mezcla de conmiseración y jocosidad, ‘retrasada sexual’. Sí, sí, ya sé que, para los estándares de ahora, aquello suena demasiado políticamente incorrecto, pero sonaba chistoso por allá por los dos miles.

Lo acepto. tenía veinte años y ningún novio. Nunca lo había tenido. Tampoco tenía amigos. ¿La razón? Mi proverbial timidez. Ah… y otra cosa que no les he mencionado. El 99.99% de los hombres solían serme –y lo son, hasta el momento– totalmente indiferentes.

Pero, de vez en cuando, aparecía un efebo diseñado a mano por las mismas diosas, para sacar a mi mente –ya que no a mi cuerpo– del celibato voluntario, para volverme absolutamente loca, hasta la obsesión y hasta la exageración.

Alekséi Galvés fue uno de ellos.

Bueno, decir que me volvía loca sería una completa exageración. Pero, vamos. De que me gustaba, me gustaba. Y para alguien con marcada tendencia a la asexualidad como yo, aquel evento ya era de por sí una rareza.

El problema es que, según mis cálculos, Alekséi Galvés vendría a ser algo así como mi alma gemela, pero en el mal sentido de la palabra. Es decir, tan apático y asexual con las chicas como yo lo fui alguna vez con los hombres.




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