Una musa para dos

12 | Gracias por ¿tanto?

Era todo. Había perdido la oportunidad de mi vida por culpa de mis convicciones. Y por ser un tanto mojigata también, no nos digamos mentiras.

Y es que la sola idea de posar desnuda para alguien, y que ese alguien me pinte, y que luego ese mismo alguien exponga mis pobrezas en público, no era precisamente mi sueño hecho realidad.

Y qué decir de mis colegas escritoras, que me acusarían de servil a los intereses de los hombres, de sexualizarme para obtener favores profesionales. Es que solo pensar en eso hasta se me quitaba el sueño.

Bueno, había hecho lo que tenía que hacer. Y, a veces, hacer lo necesario no es precisamente sinónimo de hacer lo que nos dé felicidad, ni tranquilidad, ni nada.

En estos miserables pensamientos me estaba yo comiendo la cabeza mientras preparaba la comida. Cuando alguien que creo que jamás había entrado a la cocina desde su primer día en la casa, irrumpió para poner un alto a ese tren desbocado que eran mis ideas.

–¿Cómo te fue en tu sesión de pintura con Cosme Bravata? –Tristán tomó un mantel de cocina para secar y guardar los platos en la alacena. Yo no se lo pedí, pero le agradecí en silencio la deferencia.

–De la patada –dije, mientras no podía enjugarme una lágrima que disimulaba mi dolor porque picaba cebollas al mismo tiempo–. No sé cómo le voy a decir a mi jefa que la regué.

–¿Y qué fue exactamente lo que pasó? –preguntó Tris, sin alarmarse, mientras guardaba los platos secos del desayuno en su respectivo lugar.

Le expliqué lo mejor que pude, y me escuchaba con atención, eso sí, sin descuidar su tarea. Al terminar de soltar la queja completa, lo único que avanzó a contestar fue lo siguiente:

–Hiciste lo que tenías que hacer, Galita –me rodeó con su brazo izquierdo y con el derecho colocó el mantel húmedo sobre su hombro–. Tu jefa lo entenderá.

–Claro que lo entenderá –le respondí, irónica–. Ya puedo ver cómo me va a dejar en visto cuando le dé la noticia por Whatsapp.

–¿No hay nada que se pueda hacer para arreglarlo? –preguntó Tris, condescendiente.

–La única solución que se me ocurre es que Aleks interceda por mí –dije, y la cara que puso Tristán no avizoraba una respuesta positiva.

–Si Alekséi Galvés es tu única esperanza –respondió Tris–, entonces, no. No hay nada que se pueda hacer para arreglar ese problema.

Me abrazó con ternura y me besó en la frente. Aquella fue una acción mucho más esperable de él que de Alekséi. Pero, aun así, me pareció totalmente impredecible de que ocurriera.

Ya sentados en la mesa y durante el almuerzo, Tristán decidió no sacar a colación la conversa y Alekséi no dijo ni pío, ni para bien ni para mal. La verdad es que no esperaba menos de él.

Pero no dejó de extrañarme que ni siquiera me preguntara, por curiosidad o cortesía, cómo diablos me había ido con su maestro. Sí, con el señor que lo llamó despectivamente “un aprendiz”, y que quería pintarme desnuda más o menos en contra de mi voluntad.

“Más o menos”, palabras clave.

Y tampoco dejé de sentirme un poquito decepcionada por el silencio de mi amigo, el pintor, frente a este hecho.

Cuando llegó el día 18 de agosto, recibí un correo electrónico que casi hizo que me cayera patas arriba de mi silla-ergonómica-de-escritora-emergente:

           

“Señorita Molinari, el Maestro la espera el día de mañana, 19 de agosto del presente año, a las 18h00 en su estudio, para la entrevista que se había pactado con anticipación. Sírvase enviar por este medio el listado de preguntas hasta mañana a las 10h00, para su respectiva revisión. Ante cualquier inquietud, no dude en contactarme.

Saludos cordiales”.

 

El mensaje estaba firmado por la secretaria de Cosme Bravata, misma que vendría a ser su esposa y provenía del correo oficial del Maestro: cosme.bravata@artist.com. Solo una persona podía estar detrás de semejante acontecimiento:

«Aleks», pensé, para mis adentros. «Gracias por tanto».

Esa misma tarde preparé las preguntas meticulosamente y las envié por correo en la noche. La única respuesta que tuve, a primera hora de la mañana, fue esta:

 

"Recibido. La esperamos".

 

Para cuando llegué a lo del Maestro, el 18 de agosto y cuando el sol ya se ocultaba, con las uñas un tanto carcomidas por la ansiedad y la frente sudorosa, no fue la muchacha de la primera vez quien me hizo pasar, sino la señora en persona.

Tal como la había visto en sus fotos de Instagram, sus voluminosos labios carnosos, ojos redondos y rostro diamantino, delataban que Miria de Bravata bien podría tener la edad de alguna hipotética hija del maestro.

–Pasa, Galatea, te estábamos esperando –me dijo, con una amabilidad que, ciertamente, no me la esperaba–. Qué gusto conocerte.

Supuse por un momento que Miria se sentía agradecida de que no estuviera interesada en bajarle el marido, y ese solo pensamiento me pareció lo suficientemente bajo como para sentir vergüenza de mí misma.

Quise pensar, entonces, que se trataba de una muchacha naturalmente gentil, sin agendas de por medio.




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