Una musa para dos

13 | La otra mitad de mi reino

Creo que todavía no les he hablado con suficiente certeza sobre quién es Tristán Belfas. Sabemos que es un artista, sí, pero no sabemos con seguridad a qué se dedica. Y se los aseguro: él tampoco.

Lo que no les he contado son las razones por las que a mi querido amigo la vida le permite tantas libertades que, por ejemplo, me las ha negado a mí o, ya sin irnos muy lejos, a mi ¿otro? interés amoroso, Alekséi Galvés.

Tristán Belfas es hijo del agregado cultural de la embajada de España, y eso, señoras y señores, sí que hace la diferencia en la vida de una persona. Siendo familiar cercano de uno de los diplomáticos más influyentes en el ámbito de la cultura de mi país, no es de extrañar que utilizara su influencia para “sugerir” (por decirlo de algún modo) a Cosme Bravata que aceptara mi entrevista, aduciendo a la cantidad de favores que Don Tristán Belfas padre le ha hecho a lo largo de los años, desde concederle becas, subvenciones, visas y permisos de trabajo en diferentes países del mundo, hasta auspiciarle importantes exposiciones en España, en museos como el Guggenheim o el Reina Sofía, por citar un par de nombres altisonantes.

 Ni siquiera me había acordado de este pequeño detalle cuando me largué en quejas a Tristán Jr. sobre mi encuentro fallido con el maestro días atrás.

Sin duda, había que agradecérselo personalmente y no solo con un abrazo y un beso.

Por esa razón, golpeé la puerta de Tristán, la mañana siguiente de concluida mi entrevista con Cosme, para decirle gracias, cara a cara.

Cuando abrió la puerta, con facha de recién despertado, los cabellos de la coronilla parados y el pantalón de pijama mal acomodado, no tuve palabras para expresarme. Solo lo abracé tan fuerte que casi pierde el equilibrio y tardó un par de segundos en afirmarse y corresponder el gesto.

–Pídeme lo que quieras –le dije, un tanto demagógicamente; bueno, mucho, en realidad–. Te daré hasta la mitad de mi reino.

Lo admito, me hallaba eufórica y muy emocionada. Y en aquel estado, formular promesas de inspiración bíblica no era precisamente el mejor escenario para su consecución.

Pero la suerte estaba echada. Y me correspondió, entonces, asumir las consecuencias de mis palabras.

–Quiero el estudio que le rentaste a Alekséi –me dijo, al oído.          

–Debes estar de broma –respondí. Y me reí mientras lo soltaba para mirarlo y comprobar que él también saltaría de la risa, pero no lo hizo.

–No, Galita –Tris hablaba en serio, y lo hizo saber con una media sonrisa–. Quiero el espacio que tiene Alekséi. Lo quiero para mí.

–Nada es gratis en esta vida, ¿cierto? –solté sus manos cuando se lo dije porque, claro. Era demasiado bueno para ser verdad–. Puedo ofrecerte otro lugar en la casa –negocié–. Alguna de las salas de estar, por ejemplo, son perfectas para…

–Ya lo dije, Galatea –Tristán sonaba un punto más que serio en aquel momento–. Es eso, o nada.

–No puedo hacer algo así –le contesté–. Sería ilegal.

–Dijiste que me darías la mitad de tu reino.

–Sí, pero hablaba de la otra mitad.

Tristán soltó una de esas risitas que parecían que algo le molestaba en la nariz. Acto seguido, se aseguró de que ambos permaneciéramos a lados opuestos del dintel para cerrarme la puerta en la cara.

Tristán Belfas había perdido, así, con la misma facilidad con que lo había ganado, su punto de ventaja contra Alekséi.

El marcador volvía a ponerse a ceros. Estoy hablando de mi marcador imaginario.

Porque lo último que yo creía que esos dos estaban haciendo por mí, era pelear.

Aunque tal vez me equivocaba.

Me quedé parada frente a la habitación cerrada de Tristán, por unos momentos, con la cabeza y los hombros gachos, y suspirando. Cuando Alekséi abrió la puerta de su estudio, ataviado con su delantal de trabajo y las manos manchadas de óleos, sosteniendo sus pinceles, en ademán de ir a lavarlos afuera, o lo que sea que hicieran los pintores con ellos.

–¿Y esa pose de acontecimiento, Jefa? –escuché su voz a mis espaldas y sonó como un bálsamo para mis oídos. Volteé a ver con ojos de borrego en el matadero, y les juro que mi performance fue sincero y no actuado.

–Tristán me acaba de dar con la puerta en la cara.

–Conozco ese sentimiento –dijo él. Y se acercó hacia mí–. ¿Quieres hablar de eso?

Lo acompañé hacia el patio para que lavara sus utensilios con un cuidado casi maternal que me conmovió demasiado, considerando que, en ese momento, andaba bastante vulnerable.

No hice otra cosa que contarle las circunstancias de mi entrevista con Cosme Bravata y el papel que Tristán había jugado en ella.

–Tristán es un niño mimado –me dijo Alekséi, atareado como estaba y con la vista fija en sus asuntos–. Solo está haciendo un berrinche porque no se pudo salir con la suya.

–¿No te molesta que haya querido quitarte el estudio? –pregunté, sentada en un asiento de piedra frente a la lavandería, que se ubicaba en el jardín trasero, en la esquina menos agradable de mi casona.

–Tristán siempre ha querido lo que yo tengo –dijo Aleks, suspirando por el esfuerzo al lavar sus pinceles–. Así que no me extraña su comportamiento.




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