A la mañana siguiente, a las seis y media de la mañana de aquel sábado, y sin que nadie se diera cuenta, Alekséi salió por la puerta grande de la villa que habitaba en el centro norte de la ciudad y caminó durante varios kilómetros –porque no sabía conducir, no había aprendido nunca y no le interesaba hacerlo– hasta llegar hacia el centro de La Capital.
No era la primera vez que cumplía este ritual. De hecho, era una costumbre un tanto excéntrica que hacía extrañar tanto a Gala como a Tristán, quienes jamás habían tenido la oportunidad de desayunar con su tercer roomie, desde que este se había instalado en su casa, hacía ya varias semanas.
Aleks atravesó las calles culebreras que en la época colonial habían sido diseñadas exclusivamente para caballos y atestiguó a los primeros habitantes que se levantaban en las mañanas para abrir sus negocios o limpiar las aceras de sus respectivas viviendas.
Se detuvo en la pequeña panadería que estaba a unas cuantas casas de su anterior vivienda y compró ocho panes y un litro de leche deslactosada, un yogurt pequeño de guanábana y un pan de chocolate.
Continuó caminando hasta el parque del barrio de San Marcos, ubicado frente a la iglesia del sector, todavía cerrada, y tomó asiento en una de las bancas de madera y hierro forjado que le recordaron tiempos mejores, mientras dejó a un lado su funda de pan y leche y se dedicó a tomar su yogurt con su postre de chocolate mientras miraba al vacío.
Esta operación le tomó apenas unos cinco a siete minutos, y Alekséi se lamentó profundamente de haberse tardado tan poco. Permaneció mirando a la nada por otros cinco o seis minutos más, hasta que, hablando para sí mismo, pero en voz alta, tomó impulso y suspiró mientras decía:
–Al mal paso, darle prisa.
Volvió sobre sus pasos a través de unas cuantas casas neocoloniales carentes de patio andaluz y atravesó, incluso, la acera de la casa de su maestro. Pero aquel no era su destino. Su lugar de arribo final se encontraba unas diez o doce casas más allá. Era una vivienda estándar, de mediados del siglo XIX, pintada de rosa, un color que a Alekséi nunca le gustó, pero hacia el que no podía hacer nada al respecto.
Subió los tres escalones que separaban la vereda de la puerta principal de madera, golpeó dos veces, y luego de una pausa, tres veces más, y esperó pacientemente a que la abrieran. Pudo escuchar, desde afuera, los leves pasos de alguien que se aproximaba como si llevara consigo un par de sandalias, las mismas que, apenas un par de años antes, Alekséi le había regalado con motivo de un viaje al mar que habían hecho ambos, antes de que todo se viniera abajo.
El último viaje al mar que habían hecho juntos.
Ana Julia abrió la puerta ataviada con uno de sus característicos kimonos andinos hechos a mano, posiblemente por alguna de sus numerosas amigas artesanas que se creían artistas por méritos propios. En efecto, usaba las sandalias rosas con amarillo pálido que Alekséi le regaló.
Se había cortado el cabello al estilo short-bob, y su sofisticación se había multiplicado, si se quiere, hasta extremos astronómicos. Aquel cambio de look fue una sorpresa para Alekséi, que vio con buenos ojos el makeover de su mujer, que hace tiempo que ya no buscaba la aprobación de su marido y hacía con su cabello y con su vida más o menos lo que le daba la gana.
Alekséi le sonrió con levedad y le acarició la mejilla derecha, hasta posar sus dedos detrás de la oreja, hasta el nacimiento del cuello. Sabía que no necesitaría más para bajar las defensas de ella.
Y estaba en lo cierto.
Se besaron mucho antes de que los vecinos entrometidos avanzaran a ver a Alekséi adentrarse un tanto a tientas hacia el interior de la casa, con la vista interrumpida por la cara y cuerpo de su mujer, que lo comía a besos con desesperación, para treparse, luego, abrazando con sus piernas el torso de su marido, y cerrar la puerta de un golpazo que probablemente terminó de despertar a los vecinos de las casas contiguas.
–Con cuidado –suspiraba Alekséi mientras se dejaba devorar el cuello y las orejas por su hasta ahora esposa–. No queremos despertar al niño.
Aleks soltó la bolsa de pan y leche apuntando precariamente hacia la silla, una de las sillas gemelas que ambos habían comprado en un baratillo varios años atrás, y se entregó a la faena, mientras caminaba, un poco a ciegas, hasta la que había sido también su habitación hace ya más de medio año.
Ambos cerraron la puerta al unísono y Aleks depositó más o menos violentamente a su mujer en aquella cama monacal que él mismo había construido, con sus propias manos, para convertirse en el lecho matrimonial que prometía ser eterno hasta hace dos años, cuando por fin Ana Julia había podido convencerle de que formar una familia con ella no solo sería una buena idea, sino la única posible entre más o menos ninguna alternativa.
Hicieron el amor con algo de desesperación y en silencio, porque era sabido que Alekséi era, en ese aspecto, mucho más discreto que su contraparte femenina, a la que le gustaba morder, arañar y gemir como si estuviera dando sus últimos pataleos luego de una larga agonía en el desierto.
Y en el pasado esta acción hubiera sido tolerable para él, pero ahora ambos tenían que reprimir sus costumbres de alcoba para no despertar al bebé, que descansaba plácidamente en el dormitorio de al lado.
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Editado: 29.10.2023