Una musa para dos

15 | Desayuno para tres

Cuando Alekséi caminaba de regreso a su casa –que era también la casa de Galatea– más o menos a las nueve de la mañana, pensó en la charla que había tenido una hora antes con su todavía esposa, a quien no se había atrevido a confesar sus planes hasta aquel momento.

–¿Conociste a alguien más? –le había preguntado Ana Julia mientras mecía su café pintado, que acompañaría con el pan recién horneado que su marido había traído a casa aquella mañana, como si todavía viviera ahí.

–No, exactamente –Alekséi se las daba de muy valiente en casi todos los aspectos de su vida, pero lo cierto es que dejaba mucho que desear cuando de abrirse emocionalmente se trataba.

–Explícate, por favor –como nativa del signo de Leo que era, no es de extrañar que Ana Julia no se anduviera con vuelva luegos. Quería saber en qué carajos andaba su esposo. Tenía derecho a saberlo.

–Ella y yo nos conocimos en otra vida –aquella era una respuesta arquetípica de un tipo como Alekséi Galvés: simbólica, misteriosa, desafiante.

–¿La conozco?

–Creo que alguna vez te la presenté –recordó Aleks, haciendo memoria por varios segundos–. Hace ya muchos años.

En efecto, solo Alekséi se acordaba de que Gala y Ana ya habían sido presentadas, aunque ellas, tal vez, no recordaran el semblante de la otra ni podrían reconocerla por la calle, en el caso de que se cruzaran por coincidencia.

–¿Ella sabe de nuestro acuerdo? –Ana Julia quería detalles. Necesitaba saberlo todo, necesitaba que su marido no le ocultase nada. Pero ese pensamiento irracional, tratándose de un tipo como Alekséi Galvés, parecía a primera vista una operación imposible.

–Jamás hemos hablado sobre nuestras respectivas parejas –respondió Aleks, y no mentía–. Y no vamos a comenzar a hacerlo ahora.

Ana Julia suspiraba mientras tomaba un sorbo de café con la mirada melancólica dirigida hacia algún punto muerto.

–Quizás sea mejor así –dijo, como en piloto automático–. Todo vendrá a su tiempo.

Mientras desayunaba, Aleks cargaba en su regazo al pequeño Amaru, que con su babero puesto mordisqueaba un pedacito de pan bajo su supervisión.

–Y tú –se atrevió, por fin, a preguntar el marido a la mujer–. ¿Sigues viéndote con él?

En su voz se podía adivinar un ligero tono a reproche que no quiso que se transparentara, pero se transparentó.

–Tú sabes que sí –Ana Julia sí lo miró a los ojos esta vez–. Y te voy a pedir de favor que no le hagas problema.

–Preferiría que él viniera a visitarte a ti y no al revés –dijo Aleks, con tono mecánico.

–No te preocupes –contestó ella–. Respetaré tu espacio, como acordamos.

Aleks continuó tomando bocados intermitentes de un café que comenzaba a enfriarse. A la hora de hacer ese tipo de cuestionamientos a su esposa, no era precisamente el tipo más resolutivo del universo.

–¿Estás enamorada de él? –preguntó Alekséi, finalmente. Ni siquiera se atrevía a decir el nombre del implicado.

Ana Julia se tomó un momento para contestar. Aquella vacilación punzó a Aleks en un lugar cercano a lo que vendría a ser su corazón. Claro, en el hipotético caso de que tuviera uno.

–Quedamos en que no íbamos a hablar de nuestros sentimientos –dijo ella–. Por el bien de todos los involucrados.

Se quedaron en silencio hasta terminar el café. Luego, Ana se había levantado para recoger los trastes sucios. Vaciló un momento antes de formular, ella también, la pregunta del millón:

–¿Ya te acostaste con ella? –lo dijo mientras colocaba la vajilla en el fregadero, de espaldas a su esposo.

–No tengo planeado hacerlo en el mediano plazo –la respuesta de Alekséi parecía oficinesca, digna de un memorándum, o algo así. Y Ana Julia lo notó–. Primero que nada, necesitaría re-conocerla.

–Re-conocerla… –Ana Julia repitió esa palabra como un eco que no supo bien de dónde vino, y luego, como en una especie de epifanía, se acordó–. ¿Es ella tu amiga de la universidad de la que me hablaste alguna vez?

–La misma –contestó Alekséi inmediatamente.

–Ya veo –Ana volteó a ver a Aleks sin dejar de enjabonar un plato–. Lo tuyo con ella va en serio, ¿me equivoco?  

–Me gustaría intentarlo –dijo el esposo, mientras tomaba la manita de su hijo y bailoteaba con él alguna clase de ritmo silencioso e imaginario–. Ya va siendo hora de hacerlo.

Terminado el desayuno, Alekséi y Ana Julia se convertían, de nuevo y como por arte de magia, en no más que un par de conocidos estimados. Ni siquiera se despedían con un beso en la boca. Aleks tampoco besaba a su hijo. Una caricia paternal en la cabeza bastaba para expresar todo el cariño que un hombre como él era capaz de expresar.

–Te veo luego, Ana –Aleks se acercó a ella y le propinó un inofensivo beso en la mejilla–. Cuídate.

–No hagas nada que yo no haría –le contestó Ana Julia, sonriéndole apenas. Acto seguido, cerró la enorme puerta de madera que resguardaba su pequeña casita neocolonial.

Alekséi le devolvió la sonrisa con un gesto más bien reflejo. Descendió los tres grades escalones de piedra que conectaban la que alguna vez había sido su casa a la calle principal, de aquel barrio gentrificado que hacía tan solo un par de décadas había sido un nido de malvivientes, para convertirse ahora en un sofisticado vecindario poblado de artistas, galerías, cafés y autogestionados centros culturales.




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