Una musa para dos

19 | La decisión final

 –No puedo quedarme a cenar, Jefa –es lo que dijo Alekséi a Gala aquella noche en que ella le había preparado una cena de champiñones rellenos, con dedicatoria–. Lo siento, debí avisarte.

Claro que debía avisarle, porque lo que iba a hacer Aleks aquella noche, con seguridad definiría su futuro con ella.

Pero, fiel a sus maneras minimalistas, Alekséi prefirió omitir cualquier información que consideraba irrelevante. Al menos, en las actuales circunstancias.

–Y perdón por no acompañarte –fue la última frase que él dejó caer sobre la decepcionada Galita, antes de cerrar la puerta con cuidadosa decisión, para dirigirse directamente a la puerta de la villa en donde le esperaba el Uber que había pedido minutos atrás.

­El conductor no dirigió la palabra a Aleks en los veinticinco minutos que duró el trayecto. Esto, porque el cliente estaba enviando por Whatsapp un mensaje cuya respuesta esperaba con atención, con su rostro ceñudo clavado en la pantalla del teléfono.

Al fin, este vibró con la contestación que él esperaba.

«Está bien. Te espero».

A Alekséi le sudaban las manos. No había podido dormir la noche anterior pensando en ello y, aquella misma mañana, mientras boceteaba lo que sería la primera pintura de la serie que lo catapultaría, por fin, a la notoriedad que tanto esperaba, había recibido una especie de epifanía. Una epifanía decisiva, determinante.

La decisión que, a juicio de él, marcaría un antes y un después en su vida.

Y en la vida de otras personas, de igual manera.

«Y, por favor, trae leche de fórmula». Aleks recibió un último, inesperado y un tanto molesto mensaje de la misma persona a quien había escrito minutos atrás.

Esta petición retrasaría a Alekséi unos minutos, pero tampoco podría negarse, porque aquello que tenía que decir a su interlocutora, tendría que ser recibido por ella en la mejor de las disposiciones.

De modo que, más le valía no hacerla enojar.

«Ok», fue lo que Aleks tipeó por toda respuesta.

Descendió del Uber dos cuadras antes para correr al supermercado más cercano, comprar no un tarro (sino tres) de leche de fórmula, y caminar despacio hacia la que había sido su casa hasta hacía menos de un año.

Al llegar frente a la puerta y subir los escalones, justo antes de golpear con sus característicos tres toques, Alekséi Galvés respiró profundo, exhaló con un sonoro suspiro que hizo que sus carrillos se inflaran, y finalmente llamó.

Ana Julia abrió casi enseguida con el bebé llorando en brazos. Lo primero que hizo fue entregárselo a su padre.

–Me lo cuidas en lo que tomo un baño –le dijo ella, sin siquiera saludarlo–. Prepárale la fórmula, por favor.

–Yo me encargo –respondió Alekséi, recibiendo al pequeño Amaru en brazos, quien se tranquilizó un tanto cuando pasó al cuidado de su padre–. Tómate tu tiempo.

Ana Julia se hallaba en pantalones de yoga y BVD. Y tenía una cara de cansancio que parecía no poder con ella. Aleks supo enseguida que no era el mejor de los momentos para hacerla partícipe de su final decisión.

Pero, enseguida, se dio cuenta de que, en realidad, ninguna ocasión era realmente propicia para informar a Ana Julia sobre aquello que Alekséi había decidido unas horas atrás.

Y es que Alekséi Galvés no se caracterizaba por ser, precisamente, un hombre de decisiones impulsivas. A menudo, una decisión importante podría tardar meses, e incluso años en ser tomada.

Pero esta era de una naturaleza diferente. Esta decisión, quizás por primera vez en su vida, había sido tomada no necesariamente con la cabeza, sino con el corazón.

Y ya iba siendo hora de que Alekséi Galvés le hiciera caso, por una vez en su completa existencia, a este poco comprendido órgano vital.

Preparó la fórmula como lo había hecho en el pasado. Entibiando el agua en la estufa, vertiéndola con cuidado en el biberón, agitando bien la mezcla y probando la temperatura de la leche en el dorso de la mano.

Cuando se aseguró de que la mezcla estaba lista, se la dio al pequeño Amaru, que con las dos manitos esperaba impaciente su última comida del día.

Ana Julia se demoró mucho más de la cuenta. Para cuando salió de la ducha, el bebé se hallaba dormido ya en los brazos de su padre, y Alekséi esperó pacientemente sentado en la sala de la casa, sobre aquella silla gemela que parecía un símbolo mágico de su relación pasada con la que ya no era oficialmente su mujer, aunque todavía no se hallaba nada escrito.

Nunca se habían casado formalmente, porque a Alekséi aquellos trámites le tenían sin cuidado. Apenas una ceremonia simbólica en las faldas de un volcán cercano a La Capital, oficiada por un chamán amigo en común, que los declaró, extraoficialmente y a regañadientes de Aleks, ‘esposo y esposa’. Él hubiera preferido no poner etiquetas a su relación con Ana, pero ella había insistido.

 Ana Julia, por su parte, habría estado más que contenta, en su momento, con una legalización formal de su unión en el Registro Civil. Pero ahora, dadas las circunstancias, su criterio sobre el matrimonio con el pintor se había transformado en algo totalmente diferente.

Cuando Ana abrió la puerta del baño, parecía que salía de una nave espacial, por el vapor de agua que se desprendía desde adentro del tocador.




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