Una musa para dos

20 | La huida

–Creo que deberíamos dejar de vernos –dijo Aleks a Ana Julia, con aquella voz grave y en bajo volumen, como si no le importara que su interlocutora tuviera que hacer esfuerzos para escucharlo.

Ana Julia se echó para atrás de forma inconsciente. También mordió su taza de la suerte sin querer, dejando una ligera mancha de su brillo labial en el borde.

–¿Te refieres a… por un tiempo? –Ana titubeó cuando lo dijo, y en su voz se visibilizaba un ligero temblor que su marido no alcanzó a percibir.

Alekséi se la quedó viendo con aquellos ojos característicos del momento en el que no se quiere decir a alguien una cosa que la va a vulnerar. Así que, por tanto, guardó silencio.

Ana, que lo conocía bien, supo interpretar correctamente lo que lo no dicho significaba.

–¿Ella te lo pidió? –preguntó Ana Julia.

–Ella ni siquiera tiene claras mis intenciones –respondió él. Y era cierto–. Pero quiero intentar algo con Galatea con el pie derecho.

–Galatea… –Ana Julia suspiró y tomó un sorbo de café antes de continuar–. Había olvidado su nombre.

–Igual –Aleks no quería sonar como si se estuviera justificando, pero fue inevitable–. Tú ya tienes a Tristán, ¿cierto?

–No sabía que esto fuera una competencia –Ana Julia subió sus pies desnudos al asiento, encaramándose en este como si de refugiarse en su silla gemela se tratara.

–Quisiera seguir viendo a Amaru tan seguido como siempre –que Alekséi cambiara de conversación fue lo más sabio que se le ocurrió hacer–. Claro, si no te molesta.

–Lo que me molestaría es que no lo hicieras –dijo Ana, buscando todavía una posición cómoda para quedarse quieta y tranquila.

–Me alegro de que lo entiendas –fue todo lo que dijo Aleks, como para cerrar la conversación lo más pronto posible sin dejar cabos sueltos.

–¿Hay algo más que me quieras decir? –la incomodidad de Ana se hacía patente con su incapacidad para quedarse quieta. Se levantó enseguida y estiró la mano a Aleks para que le devolviera su respectiva taza de café. Que estaba a medio terminarse, por cierto.

Alekséi negó con la cabeza y remató:

–Te dejo descansar –lo dijo mientras devolvía su taza sin oposición, a tiempo en que se levantaba–, has tenido un día ocupado.

Ana soltó una risita con la nariz al entender la indirecta.

Sin duda para ella, había sido un día ocupado: Aleks en la mañana, Tristán por la tarde y en la noche Aleks otra vez. Solo que esta última visita no fue ni esperada ni recibida con impaciencia, como todas las anteriores.

Pero, por el bien del show, la función debía continuar. Y Ana prosiguió desempeñando su papel de mujer de piedra.

Alekséi soltó un bostezo grande y se desperezó antes de dirigirse hacia la puerta. Ana se había ido a la cocina para dejar los trastes sucios en el lavabo. Una vez que los puso en el fregadero, se detuvo un momento ahí para asimilar el golpe que acababa de recibir, aspirar todo el aire que cabía en sus pulmones y soltarlo, con la única finalidad de sostener el llanto hasta que su marido se largara.

«Solo unos minutos más», dijo Ana Julia para sí, y tomó otra respiración más, antes de dirigirse a la salida de la casa.

Aleks la esperaba ya con la puerta abierta y con su rostro dirigido a la cocina. Ana Julia caminó con suave decisión y con una levísima sonrisa.

–Yo te escribo para cuadrar lo de las visitas a Amaru –dijo él, mientras chequeaba hacia la calle, para cerciorarse de que era seguro caminar hasta la avenida principal.

Ana asintió con la cabeza. Y en un acto de debilidad o desesperación, lo abrazó con una mezcla de ternura y urgencia.

–¿Estás seguro que es esto lo que quieres? –fue lo que Ana le dijo a Aleks, al oído, mientras se aferraba con potencia a su cuello.

–Sí –fue la escueta contestación que Ana nunca hubiera querido escuchar de él, pero, paradójicamente, también era la que esperaba.

Alekséi abrazó a Ana Julia por la cintura con un movimiento leve, le besó la frente y aspiró por última vez el aroma a manzana verde que desprendía su cabello. Y con aquella misma sutileza, la apartó de sí.

–Hablamos luego –dijo él, y a Ana Julia le pareció que su marido era, probablemente, el hombre con menos corazón que había conocido en su vida.

Y por primera vez en su vida, le extrañó en demasía el haberse, algún día, enamorado de él.

Alekséi se alejó como si de cualquier visita de rutina se tratara: con decidida parsimonia y sin mirar atrás, con su espalda ligeramente encorvada por el peso de sus jóvenes años y la responsabilidad de un matrimonio apenas roto y un hijo a cuestas.

Ana no pudo evitar verlo hasta que doblara la esquina. Aunque se había llevado su corazón con ella, le era imposible dejar de preocuparse por la seguridad de su ahora exmarido. Solo entonces se permitió llorar.

Por su parte, Aleks caminó la ciudad aquella noche como si se hubiera quitado de encima una maleta de rocas. Aspiró el aroma de la noche capitalina, que exudaba neblina y trazas de granizo. Se detuvo a unas cuadras de lo de su casa en el café de un vecino con el que solía conversar cada vez que tomaba un descanso, ya sea de su trabajo, de su rutina, de su mujer o de su hijo.




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