«No volví a saber más de la vida de Tristán desde entonces». Sip, eso es lo que me gustaría decir. Pero ustedes saben perfectamente cómo funciona el cerebro humano, y yo mejor que ustedes conozco el mecanismo del mío, cuya neurosis galopante lo hace especialmente tendiente a la obsesión.
Por supuesto que no me iba a quedar quieta luego del consabido ‘desamigamiento’, por decirlo de algún modo. Bueno, tampoco es que me iba a esforzar mucho por recuperar su amistad, ni nada por el estilo.
Lo mío era más bien acecharlo a la distancia, con cautela y en el mundo virtual. Ustedes saben, algo así como para enterarme de su vida que, dicho sea de paso, no era ni muy ordenada ni muy predecible que digamos.
Creo que ya les he hablado –o insinuado, al menos– sobre las costumbres más bien indisciplinadas de Tristán. Su talento artístico a la deriva ya le había estado tributando a varias disciplinas por entonces.
Es así que cambió de pseudocarrera, de la de escritor en ciernes a dramaturgo, sin descuidar, por supuesto, sus pinitos en la pintura y en la ilustración digital en particular.
Lo sabía porque no dejé de frecuentar sus redes y su perfil, que por esos días era público. Era obvio, también que, eventualmente, mi perfil le terminaría apareciendo como ‘sugerencia de amistad’, pero para los efectos me daba igual. Para entonces ya había perdido el pudor y hasta digamos que me hallaba un poco aburrida.
Uno de aquellos días de no tener nada mejor que hacer que meter las narices en la vida de los demás –por entonces, todavía no escribía profesionalmente– hallé en el perfil de Tris una de esas invitaciones a eventos. Ustedes saben, de aquellas en las que debes confirmar ‘Me interesa’ o peor aún, ‘Asistiré’.
Se realizaría, cómo no, en un teatro menor de los varios que regentaba la Casa de la Cultura, el jueves 8 de septiembre de 2014 a las 20h00 y organizaba el evento Tristán, por supuesto. Y se trataba de una puesta en escena. He olvidado por completo el nombre de la obra, pero la escribía y dirigía Tristán Belfas, como no podía ser de otra manera.
Siempre he admirado de una forma bastante cínica, me atrevería a decir, la capacidad de Tristán de entregarse irresponsablemente a cuanta disciplina artística se le pusiera en frente. Y no solo eso, sino que, además, tenía el descaro de presentar sus obras al público, como si estas fuesen la gran cosa.
Creo que en ese aspecto sí nos distanciamos con diferencia. Él tan seguro de su dudoso talento, y yo tan celosa y temerosa de mostrar el mío.
En fin, que si Tristán llegara a leer estas líneas, de seguro habría terminado todo tipo de relación conmigo. De modo que espero que eso nunca suceda.
Para no extenderme mucho, lo que se esperaba de una stalker profesional como yo era, por supuesto, reaccionar a una invitación que, por supuesto, jamás se me hizo, y ver, luego, qué carajos pasaba.
Así que lo hice, di click en el botón de ‘Me interesa’ y lo hice estratégicamente. Con ello no afirmaba que asistiría al evento, pero hacía patente que el mismo no me era indiferente.
Supuse que a Tristán le inquietaría mi presencia entre los espectadores de su pequeña puesta en escena y me dediqué a debatir el resto de la semana entre si sería prudente asistir o no a un evento al que claramente no me habían invitado.
Mi razonamiento irracional me dijo que sí. Que asistiera nomás, que ya veríamos qué hacer sobre la marcha.
Y yo siempre le hago caso a aquella vocecita de mierda. En especial, cuando estoy encaprichada de algún fulano.
Llegó el jueves y para ahorrarme plata pedí a mis padres que me hicieran el favor de acercarme a las cercanías del teatro, y así lo hicieron. No era un lugar al que podías llegar caminando, precisamente –estaba muy oscuro y solitario por ahí– pero yo hice como que sí. Anduve a pie como una cuadra como para poder calibrar a lo lejos con quiénes me encontraría al llegar.
La entrada del teatro estaba en el subsuelo. Tenías que bajar unos escalones medianamente iluminados para acceder a las butacas, y a medida en que me acercaba al local del evento, la seguridad en mí misma que me había desbordado una cuadra atrás se había casi desvanecido por completo.
Para cuando llegué a la entrada del teatro y me correspondía descender por las escaleras, la Galatea Molinari temerosa e indecisa de siempre había tomado posesión plena de sus dominios.
Y más aún cuando vi a Alekséi Galvés arrimado en la pared del primer descanso de las gradas, ajeno a mí y en una animada conversación con… con ya saben, con Ana Julia.
Si debo ser sincera, me había olvidado de la existencia de esos dos durante los meses en los que Tristán Belfas estuvo de moda. Pero nunca dejaba de inquietarme –y nunca ha dejado de hacerlo– la presencia de Aleks, por más obsesionada de otro que estuviera.
Mi primera reacción refleja fue, por supuesto, dar media vuelta y largarme de ahí. Si nadie me veía, evitaría hacer el papelón de mi vida y punto. Pero era demasiado tarde. Como si me hubiera mirado con el rabillo del ojo, Alekséi regresó a verme y no pudo evitar sonreír plenamente cuando lo hizo.
No me quedó de otra que bajar del todo a saludar. Y fue la primera vez en mi vida que no me alegré de verlo, precisamente.
–Qué bueno que vinieras, Galatea –me dijo, luego de nuestro consabido beso en la mejilla–. Te presento a Ana Julia.
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Editado: 29.10.2023