Una musa para dos

41 | ¿Te gustaría acompañarme?

Ustedes se preguntarán cómo carajos una solitaria borrachera acabó en una relación seria y longeva. Pues bien, un romance se cuece como todas las relaciones que valen la pena cultivar: con familiaridad constante, compañerismo e intimidad.

Al siguiente día de aquel espectáculo de ebriedad y bochorno, y con una gran resaca encima, se me abrieron los ojos a las siete de la mañana, incapaz de dormir por la vergüenza y la culpa, para acallar mi conciencia con un mega desayuno para Tristán.

Cuando quise levantarme noté un peso sobre el edredón de mi cama: era él, acostado de lado y de espaldas a mí, acurrucado como para abrigarse con su propio cuerpo porque no se había puesto ni una cobija encima.

–Tris –me agaché a medias para despertarlo, pero noté enseguida de que seguía profundamente dormido.

Quien se levantó fui yo, y lo primero que hice fue cobijarlo con mi porción de edredón que quedaba libre.

Me incorporé quedito y cerré también la puerta sin hacer ruido, hasta que a Tris le viniera la gana de levantarse.

Le preparé su desayuno favorito: tostadas francesas con jamón y tocino, café con leche y crema, jugo de frambuesas. Yo misma subí el desayuno a la cama y no creía lo que estaba haciendo mientras subía las gradas. Pero supongo que sentía agradecimiento.

Sí, yo, la que nunca había hecho nada por nadie, ni por sus padres, ni por su perro, ahora llevaba el desayuno a la cama de Tristán Belfas.

–Pero, ¿qué es esto, el fin del mundo? –Tristán, que ya se había incorporado a medias, me preguntó, sorprendido, en cuanto me vio atravesar la puerta con algo más que mi pijama puesto y mi somnolencia.

–En agradecimiento por tus labores de rescate la noche de ayer –le dije, risueña, y le mostré la bandeja–. Tuve que pelear con mi resaca para prepararlo. Valóralo, ¿quieres?

Tristán rio y estiró las manos para recibir el desayuno.

–¿Te gustaría acompañarme? –preguntó.

–Sip, aunque solo con mucha agua y un poco de fruta –respondí–, mi estómago todavía me da vueltas, al igual que la cabeza.

Me senté junto a él, pero me metí debajo de las cobijas. En La Capital hace frío en las mañanas y mi cuerpo lo sabía, así que invité a Tris a hacer lo mismo. Él no opuso resistencia.

Se asió a mis hombros con su brazo izquierdo, mientras que con el derecho se zampaba la tostada que olía francamente bien, modestia aparte.

–¿Segura que no quieres? –Tris acercó un bocado hacia mi boca y me pareció un poco descortés rechazarlo, así que asentí y comí yo también algo del manjar que había preparado.

Tris volvió a darme un beso en la frente, pero esta vez del lado de la sien. A mí aquel beso me electrizó la cabeza toda. Y me estremecí un tanto porque, para ser sincera, no vi venir aquella sensación. No mentiría si les digo que me preocupé un poco.

–¿Estás bien? –fue lo que preguntó Tris, mirándome desde arriba, tan alto como era.

–Sí –le dije.

«Es solo que no estoy acostumbrada a tanta familiaridad», esto último lo pensé, porque era cierto. Pero tomé la sabia decisión de no contárselo.

Tris dejó a un lado la tostada francesa y se limpió los dedos con una servilleta. Con su mano libre, la derecha, acarició mi mejilla con el dorso de sus dedos, mientras me miraba con media sonrisa y gesto paternal.

–Qué bonita eres, Galita –me dijo, en voz un tanto bajita–. Nunca he entendido por qué diablos estás tan sola.

Otro escalofrío, pero de los buenos. Me encogí de hombros, porque yo tampoco tenía la respuesta a esa pregunta. Aunque tenía mis sospechas.

Tal vez era porque no salía lo suficiente, o porque, cuando salía con algún tipo, me dedicaba a verle todos los defectos para autoconvencerme de que no era el indicado para mí, para justo después hacerle ghosting y no volver a saber nada más de é, ni él de mí.

Sí, tal vez eso podría ser. Pero, por supuesto, tampoco se lo dije.

–Y yo no entiendo por qué tú no estás con una chica que de verdad te quiera –le dije, por decir algo. Porque la verdad es que no hay persona más torpe que yo cuando se trata de conatos de charlas de almohada.

Tris sonrió con tristeza. No dejó de toparme la cara cuando me atrajo hacia sí para besarme. Fue uno de esos besos tiernos, nada de fuego, pero sí mucho de rosas y brillos.

Y no me estoy quejando, porque me gustan de los dos.

Tristán se detuvo un rato para colocar la bandeja con el desayuno a medio comer en la mesita de noche. Aquello era una invitación, sin duda. Y había que aprovecharla.

Me coloqué sobre él, de horcajadas. Y ahora sí, en una posición favorable, aproveché para admirarlo. Tristán es un hombre guapo, sin duda. De esos que siempre parecería que van por la vida despeinados y desprolijos, pero a propósito, como un gesto de su estilo bohemian trendy.

Así era Tristán. Así es él. Un Jeremy Irons juvenil, con la mitad de la sangre española y la otra capitalina. Con esa piel mate que le hacía parecer que no era ni de aquí ni de allá. Con su metro noventa, sus manos descomunales y delgadas como las de un pianista/jugador de baloncesto.




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