Una musa para dos

43 | El llamado a la aventura

La preparación para asistir a la exposición fue todo un ritual que tuve que disimular muy bien para que no se me notara el alboroto hormonal.

Mi outfit fue elegido con anticipación y discreción: total black, con mi chaquetón de cuero negro que marcaba como hecho a mano y con dedicatoria mi delicada silueta, más unos leggins negros y mocasines rosas de BOSI, el único resabio de un pasado sin pobreza en los últimos seis años. Remataba mi look con un moño discreto y labios rojo fuego, que es –según lo dice el pueblo– el color que mejor le va a mi más bien paliducha piel.

Tristán tenía que saber que no iba al Museo con la esperanza de reconquistar –reconquistar, curiosa selección de palabras– a Aleks, sino que iba en plan profesional-del periodismo-cultural-independiente a saludar a mi amigo, el pintor laureado, y a solicitarle muy comedidamente –pero vehementemente también– una entrevista en su taller (en caso de que contara con alguno, por supuesto).

Cenar en aquellas circunstancias era imposible. Un hueco sordo se había abierto –metafóricamente hablando– en mi plexo solar para cuando ya faltaba una hora y media para el evento.

Me había preocupado, eso sí, en preparar a Tristán una comida que lo agasajara: pollo a las finas hierbas con salsa de cereza. Lo acepto, aquella cena pedía a gritos una disculpa por mi infidelidad simbólica hacia él. Pero, quizás más: pedía una venia, una autorización.

–Te dejé la cena en el horno, amor –amor, sí. Así es como le llamaba–. Vuelvo enseguida.

Tristán estaba de espaldas a mí, sumido en su computadora. Por entonces, se había dedicado al arte digital. Concretamente, al modelado 3D. Y no lo hacía tan mal, debo aceptarlo.

–Me hubiera gustado acompañarte –me dijo, dejando detrás de sí la pantalla de su laptop, pero sin levantarse–. Pero no quisiera salir sobrando.

No mentiré. Aquella frasecita detonó mis niveles de ansiedad –ya de por sí elevados por las circunstancias que se avecinaban– hasta la exageración.

–No tienes nada de qué preocuparte –mentí. Y lo hice mirándole a los ojos–. Te amo.

–También te amo, Galita –me contestó. Y me envió un beso volado desde su silla, mientras yo me hallaba en el dintel de su puerta, incapaz de atravesarla, porque no me sentía con permiso de hacerlo.

Dejé cerrada la puerta doble de su taller cuando me marché, a las seis y cuarenta de la tarde, para tomar el Uber que ya me estaba esperando.

Llegué al Museo a las 19h05, con cinco elegantes minutos de retraso. El edificio estaba ubicado en la cima de una de las numerosas colinas del centro histórico de la Capital, y hasta el siglo XIX, había funcionado como el hospital más importante de la ciudad.

Ahora, restaurado y adecuado para albergar la colección más representativa de arte moderno capitalino y nacional, el monumental edificio me recibía gigantesco y en toda su magnificencia.

Lo primero que vi, en la fachada frontal, fue una gigantografía vertical que se desplegaba desde el techo de la edificación hasta su base. En ella se hallaba el nombre de Alekséi, escrito en tipografía Frutiger y de arriba abajo; y el fondo de la pancarta, fiel a la imagen de la invitación, se encontraba impresa la pintura de la fachada de mi casa, esa que Aleks había pintado años atrás.

Coexistencias. Así se llamaba la muestra. Y yo estaría a punto de contemplarla en unos minutos, en cuanto subiera los cincuenta y siete escalones que separaban al ciudadano común de la fachada del Museo Nacional de Arte Moderno de La Capital.

Una vez adentro, el helado piso de mármol y los techos exageradamente altos, propios de las construcciones republicanas, me recibieron en toda su solemnidad.

Temerosa como estaba de encontrarme con quien no debía en circunstancias en las que no eran favorables, me aseguré de seguir discretamente a la multitud hacia el hall principal del museo, en donde se llevaría a cabo la inauguración.

Sentí un ligero –pero extrañamente potente– toque en el hombro izquierdo. Vacilé un par de segundos antes de voltear a ver al culpable de que casi me diera un síncope. Y pude respirar con tranquilidad cuando me percaté de que se trataba de Cosme Bravata.

–Galatea –me abrazó como si nos conociéramos de toda la vida–. Tanto tiempo sin vernos.

–No sabía que estaba en La Capital, maestro –le dije, ocultando mi sorpresa por la inusitada familiaridad.

–Solo vine para saludar a mi amigo ­–dijo Cosme, y me extrañó el cambio de estatus que había otorgado a mi amigo (porque yo sí lo podía llamar así), Alekséi Galvés, considerando que, tan solo unos años atrás, lo había llamado un simple aprendiz (palabras más, palabras menos).

–Debe estar usted muy orgulloso de él –le dije por decir. Nunca sé cómo expresarme ante hombres con mucho poder. Y no me siento orgullosa de eso.

–Trátame de tú –dijo Cosme–. Que nos conocemos el tiempo suficiente como para llamarnos amigos.

La verdad, lo había visto durante estos años por aquí y por allá, y habíamos saludado brevemente, como correspondía. Pero yo necesito mucha más familiaridad como para atreverme a llamar a alguien mi amigo.

Pero, obviamente, el Maestro no era de la misma opinión, lo que agradecí en silencio.




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