Una musa para dos

44 | El artista en que te has convertido

Luego de la intervención de la directora del Museo, fue el artista quien tomó la palabra.

–Buenas noches con todos –su voz serena y de volumen bajo resonó potente en los altavoces–. Primero que nada, quisiera agradecer a mi familia, que se encuentra aquí presente, como es habitual, como uno de los pilares más sólidos que sostienen mi carrera.

Regresé a ver de inmediato a mi alrededor, para verificar a quién se refería. Del lado opuesto al que yo me encontraba, y también en primera línea, se hallaba Don Fernando Galvés, padre de Aleks, junto a una señora cuya sonrisa se dibujaba idéntica a la de su hijo.

Mi mirada se desvió a los lados, para encontrar a quien era obvio que se hallaría allí. Y supuse que lo había encontrado. Un tanto hacia mi derecha se hallaban dos personas: una mujer más o menos de mi edad, de aquellas hippies de la mediana guardia cuya belleza todavía no se escapa debido a la delicadeza de sus facciones, de la mano de un niño, de no más de cinco años, al que atribuí, un tanto aventuradamente, la identidad de Amaru.

–También me gustaría dar las gracias a todas aquellas personas que han hecho posible que me encuentre la noche de hoy aquí, frente a ustedes, presentando el resultado de un trabajo de exploración pictórica que me tomó cinco años, y que nació durante un momento de mi vida muy particular, en el que me vi involucrado en la convivencia con dos personas claves en mi vida, pero ambas por razones diferentes–. Quise creer que Alekséi se refería a Tristán y a mí, pero mi baja autoestima, poco acostumbrada a fantasear que tal vez sea importante para otros hombres, desechó la idea de inmediato–. Una de esas personas se encuentra en el museo en este momento.

Mi corazón se aceleró al punto en el que podía escucharlo latir, en cuanto oí la última frase.

–No llamaré a esa persona por su nombre, porque no quiero ponerla en una situación incómoda –continuó Aleks, y yo me quise morir y respiré con tranquilidad, de nuevo–, pero ella lo sabe. Y, desde este lugar de privilegio en el que me encuentro ahora, solo quiero decirle gracias. Gracias por enseñarme que otras formas de coexistencia, armónicas e inmersas en el cuidado y la ternura, aun en medio del conflicto y los problemas, todavía son posibles.

La considerable multitud aplaudió con brevedad porque Aleks no había acabado.

Aplaudí también, con las manos hacia arriba –quizás un gesto demasiado chabacano para un momento tan solemne, pero ya qué–, hasta que el artista nos pidió con las dos manos atender al final de su discurso.

–La presente muestra inicia su recorrido en La Capital, en una hermosa villa de mediados del siglo XX que tuve el privilegio de habitar, por un breve período, gracias a la generosidad de una amiga muy cercana y querida–. Aleks me buscó brevemente con la mirada, cuando nuestros ojos se chocaron, ambos esquivamos la vista en un movimiento inconsciente–. Y luego regresa en el tiempo, a los lugares que he habitado durante el paso de los años y el desarrollo de mi carrera. Para dar, finalmente, un último salto en el tiempo, al retratar mi estancia en San Petersburgo primero, y varios países de Europa, después, con intermitencias e irrupciones más o menos breves en la ciudad Capital, dedicados a visitar a mi familia y amigos más queridos.

«Amigos más queridos», se me rompió el corazón cuando repetí aquella frase en silencio. «Y yo no estaba en la lista, por supuesto».

–Esta muestra es un homenaje a las personas y los lugares que me marcaron, que hicieron de mí el artista que soy, en diferentes épocas y momentos –pude notar que el tono de voz de Alekséi, habitualmente sosegado, se había elevado una octava, posiblemente por efectos de la emoción. En seguida, retomó su volumen y textura habitual–.  A todos ustedes, de antemano, gracias por todo aquello que representan y representaron en mi vida. Y bienvenidos.

Los aplausos no se hicieron esperar, y el maestro de ceremonias invitó a la gente, a través del micrófono, a ingresar a la muestra, ubicada en los antiguos pabellones del Hospital, devenidos en salas de exposición temporal de los artistas del momento.

Cosme Bravata quiso arrastrarme con la multitud, pero me negué. Le agradecí con la cabeza su deferencia, pero desvié mi trayectoria hacia el artista. Fue como si hubiera abierto un canal entre los ríos de gente que se movían hacia la izquierda, mientras yo atravesaba aquella corriente en dirección perpendicular, con un único objetivo que ni siquiera yo sabía que tenía.

Cuando lo tuve frente a mí, y sin esperar mi turno para abrazarlo, quise, por un momento, evitar abalanzarme a él, pero casi no lo logro. Tan solo nos miramos a los ojos y yo abrí los brazos, para estrecharlo con fuerza, cerrar los ojos, aspirar el natural aroma de su cuello y susurrarle al oído:

–Estoy muy orgullosa de ti –dije, quedito, y con voz temblorosa–. Del artista en el que te has convertido.

Aleks se quedó callado, pero no dejó de abrazarme. No sé bien por cuánto tiempo permanecimos así, entrelazados y en silencio, hasta que una voz femenina nos interrumpió:

–Alekséi –era una joven de rostro diamantino, cabello liso que parecía de seda negra, labios rojo granate y que, por su pinta, parecía artista, y no tendría más que unos veintidós años–. El cónsul quiere hablar contigo.

Dejamos de abrazarnos enseguida, como si un hechizo eterno se hubiera roto. Vi cómo la mano de la joven asía con inusitada familiaridad el brazo izquierdo de Aleks, y supe en aquel momento que la que estaba sobrando ahí era yo.




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