Sin mirar atrás, me dejé arrastrar por la multitud hacia la entrada del Pabellón 1, en donde iniciaba el recorrido de las obras. Incapaz de poder concentrarme, debido a la escena que acababa de presenciar, intenté, en vano, observar varias de las pinturas.
Algunos lugares retratados por el pincel del artista parecían reconocibles y otros no tanto: escenas de calles que me recordaban vagamente a mi propio barrio o al de San Marcos, que había visitado junto con mis padres cuando era niña. Pinturas de interiores de viviendas en las que nunca había estado. Detalles de cocinas, baños, dormitorios, habitados o no por personajes que me eran desconocidos.
No opinaré demasiado de la técnica, que había sido pulida especialmente a lo largo de los últimos cinco años, y que aparecía impecable, ante mis ojos, en especial en las pinturas fechadas en épocas más recientes.
Ingresé a una de las salas menores que integraban el pabellón, compelida más por la aleatoriedad que por la curiosidad. Fue ahí donde ocurrió la sorpresa: la primera pintura que el espectador encontraba, cara a cara, era el óleo que Alekséi pintó, dedicado a la fachada de mi casa, y que había sido esbozado, empezado y abandonado hace ya cinco años, para ser recuperado una semana después por el padre de Alekséi.
Yo había supuesto que el destino de aquel cuadro sería el olvido, pero no. De hecho –y creo que esto ya lo dije–, Aleks lo usó como parte de la identidad visual de su muestra, pero, aun así, me había costado trabajo reconocerlo completamente hasta que lo tuve, en todo su esplendor, frente a mis ojos.
Analicé con detenimiento a la silueta que aparecía en la puerta de mi villa: a su delgadez, a su ropa sencilla: blusa blanca y pantalón oscuro, a su cabello oscuro, a su expresión difusa, dado su pequeño tamaño, mirando a los rosales salvajes del jardín inglés: era yo.
Alekséi Galvés me había retratado junto con la villa en que habitábamos.
Pero aquello no era todo. Había más: pinturas de pequeño y mediano formato de escenas domésticas que Alekséi había captado sin que yo me diera cuenta: un óleo de su “espacio”, que ahora lo ocupaba Tristán, con la vista dirigida hacia la ventana, que daba, asimismo, otro plano más difuso del jardín trasero.
Un óleo dedicado a nuestro comedor circular, con los platos puestos, como si hubiésemos apenas terminado los tres de comer. No sé en qué momento Alekséi captó aquellas instantáneas, pero, por un instante, me di cuenta de que, al menos mi casa, no había pasado sin pena ni gloria por la vida de él.
Y me alegré a medias por ello.
Había también un óleo más. De la cocina tal como la habitábamos en aquella época, que no difería mucho de la que, actualmente, ocupo en exclusiva con Tris. Pero aquel óleo no trataba de un espacio, únicamente, sino que también tenía su protagonista. Ahí estaba yo, pintada de espaldas, con la cara al fregadero, supongo que mientras lavaba los platos.
En ninguno de los dos cuadros que Alekséi me dedicaba aparecía mi rostro marcado. Para los efectos de cualquier observador, aquella mujer podría ser cualquiera.
Menos para Aleks y para mí.
Ah, y tampoco para Tris.
Quise enseguida salir de la pequeña sala para buscar a Aleks y con aquel pretexto en mano acercarme y decirle gracias. Gracias por todo, gracias por inmortalizarme, gracias porque todavía no me has dejado ir.
Pero me fue difícil hallarlo.
No quería perderme el resto de la muestra, y tampoco podía permitírmelo, ya que había ido ahí con mi sombrero de periodista, y me correspondía, por tanto, tomar notas de mis impresiones para plasmarlas, después, en el reportaje que me habían encomendado hacerle y que se me había olvidado por completo.
Decidí entonces recorrer la muestra con la debida atención, levantar información adicional, tomar unas cuantas imágenes de referencia, a tiempo en que buscaba a Alekséi con la mirada.
Al fin lo encontré, en el segundo pabellón y dando una entrevista. Luego, tomándose fotografías con amigos y espectadores. Aceptando una entrevista más. Y a medida en que yo iba tomando notas sobre su muestra, esa valentía que me había llevado a acercarme a él unos minutos antes, se iba diluyendo más y más, a medida en que cada persona que se le acercaba, que lo rodeaba o que lo ocupaba para unas palabras, un saludo, un abrazo, una foto con flash o sin él, se convertían, uno a uno, en los ladrillos que levantaron un muro infranqueable, simbólico, pero visible, entre Alekséi Galvés y Galatea Molinari.
Un muro, si se quiere, mucho más grande y potente del que ya había existido entre los dos.
El último intento que hice para acercarme a él fue interrumpido por el primer obstáculo que nos separó aquella velada: la joven esa, con su coqueto top amarillo y su pantalón a rayas abierto en las piernas, y su chaleco verde que tapaba, a medias, su mediana desnudez, con sus brazos tatuados y su argolla en la nariz.
Tan el tipo de Aleks, y tan lejana a mí en edad, en estilo, en intereses. En edad, de nuevo.
Y esta vez Aleks no se encontraba a solas con ella, sino que aquel niño, que supuse su hijo, se hallaba con él. En efecto, podría ser Amaru y lo era, porque no creo que un hombre como Alekséi Galvés tomara de la mano a un chico que no fuera hijo suyo.
«Así que así se ve una familia feliz», dije, para mis adentros, mientras observaba aquella escena doméstica en el espacio público.
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Editado: 29.10.2023